UN ASUNTO PERSONAL

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(RELATO BREVE)

 

Esto no hay que llevarlo en secreto. Esta era la conclusión después de confrontar todas las pesquisas. Una vez que todo compuesto en oculto por el celo de las dilatadas presunciones se mostraba la necesidad de las aclaraciones sobre los hechos al modo público en tanto que su manifestación se enjuiciaba alcanzando el grado oportuno en cuanto a su compartición general. El silenciamiento provocaría al caso un carácter de ocultismo escandaloso en cuanto a su expresión literal cuyas analogías se superpondrían sin alcanzar una significación convincente. El desarrollo contencioso se presentaba articular y manifiesto en la indagación de un asunto tan personal como propio en su provocación colectiva que en su concluyente resultado no habría más que no llevarlo en secreto por su adecuada ubicuidad.

 

Jeremías golpeteaba el cincel con artimaña habilidad en la herrería de la cuadra al cubierto de la tempestad. Afuera las lluvias hacían correr las aguas por calles y desagües como una estampida de caballos silvestres. Las caballerizas de don Simeón se encontraban inmovilizadas por estas torrenciales aguas. No así Jeremías se disponía de las herraduras óptimas para calzar a los corredores equinos ataviados así al menguar de los temporales. Jeremías se atareaba con prisa por herrar el carruaje completo de don Simeón. Amainado el tiempo se ofrecía a su puesta al servicio el lujoso carruaje de hierro con su tiro de cuatro caballos. Jeremías, experto herrero, consciente de la causa que se forjaba para sí y sus iguales no desdeñaba los favores consecuentes de su señor. Todos los convenidos fueran así que se integraran a un nuevo mundo.

La esclavitud únicamente se ofrecía a Dios como forma de absoluta entrega sin reservas personales. No sin embargo la manifiesta esclavitud humana ante el mismo propio hombre consistía en una aberración histórica de denigración más que de servicio civilizatorio. El señor don Isidro Gomá y Tomás al cargo del arzobispado de Toledo asistía a su espera a la reunión con don Simeón en el consistorio municipal de la Villa de Madrid. Jeremías que era consciente de la causa dispuso a los cocheros de don Simeón herramientas y avituallamientos en tanto a las inclementes adversidades de los imprevisibles aguaceros que se proliferaban. Don Simeón de Castro se conocía la importante oportunidad que se brindaba al encuentro. Considerando a las epidemias de cólera y viruela como prioritaria asistencia sobre las necesidades sociosanitarias de la población, preocupaba a las autoridades la impertinencia social desencadenante en el afecto a las costumbres culturales y políticas que se acometían ante la deficiente e incontrolable calidad de vida oprobiosa de la situación.

Don Simeón accedía al despacho concertado del encuentro. Con todo a la disposición en su instancia el arzobispo aguardaba sin impaciencias. Una vez dentro don Simeón de Castro se reverenció. Las aguas parecían descampar afuera en la intemperie. Las enfermedades habían causado muchos daños en las últimas semanas. Era prioritario invertir en sus erradicaciones. Don Simeón insistía en que un nuevo modelo de vida, que obviara la esclavitud, se aplicaría en soluciones sobre éstas y muchas otras cuestiones que pudieran otorgarse imprevisibles. El señor arzobispo don Isidro Gomá y Tomás se persignaba en sus oraciones por la iluminación sacra de sus pensamientos y acertadas conclusiones a las atenciones de don Simeón de Castro, el instigador republicano católico de derechas. La hambruna desolaba al pueblo español, que diariamente habría de sortear su incompleta manutención. Las libertades y la libertad se abrían el paso a una estancia patria donde no mermaba de ningún modo la irremplazable dignidad humana en su disposición y disposiciones. Las consecuencias de una explotación irracional, que más allá de lo natural y necesario limitan las fuerzas utilitarias del hombre, menguadas en su mismo utilitarismo, se excedían sobre las relaciones humanas practicantes y el ejercicio de su poder. El sometimiento a las conveniencias sociales hacía de la vida humana un suplicio insostenible.

Don Simeón sostenía que su discurso promulgaba algunas ideas insostenibles a su oposición. Sabía y constataba que la abolición universal de la esclavitud convocaría a la humanidad más allá de una interrelación de dominio y autoridad. Ni un solo hombre encontraría su fatalidad personal sobre su posicionamiento estatutario en la jerarquía de su orden social y cultural. El señor arzobispo atendía no sin presunción las relaciones no objetables de esta esclavitud con el cese de la hambruna y las enfermedades. Consideraba expresamente que tanto el hambre como la enfermedad eran consecuencia de mala iniquidad. No obstante, la prohibición de la esclavitud creía pudiera derogarlas. El señor arzobispo y don Simeón de Castro, que intercambiaban sus posiciones, comprendían sus anabólicas disertaciones. La libertad era un valor no aritmético que ambos contendientes no estaban por menoscabar.

 

*

 

A los lados de la calzada yacían los cadáveres putrefactos. Algunos de ellos aún moribundos en su agonía. Las fuertes lluvias y las faltas de alimentos complicaban las labores de limpieza y exterminio. Afrontar las guerras carlistas era un desafío tan necesario como disparatado. El obispo de Madrid se entrevistaba con Urquinaona en la antesala a su toma del obispado de Barcelona. Preocupaba el incremento entre las clases más altas y nobiliarias por atender a los desfavorecidos mediantes por sus asistencias de medios propiciatorios no muy reglamentarios a la fervorosa e implacable fe. Los planteamientos que las nacientes células republicanas de don Simeón de Castro trazaban por avanzar sobre los preceptos ideológicos primarios e inaugurales en sus estrategias para atender el libre sufragio de la soberanía popular, se parangonaba a la abdicación por ley de la esclavitud a su eliminatoria. El mismo Jeremías, lacayo predilecto manumitido por don Simeón, no consideraba la libertad tan sólo como un estado civil, sino que requería una serie de cambios y acomodaciones a establecer por su demanda social e institucional. No así, la mayor parte de las clases altas y nobles no estaban en su supuesto y presupuesto a estas renovaciones. La reforma que se esperaba era pues discordia aún asestada contra fernandinos e isabelinos enfrentados. Las guardias reales y otros frentes militares se hacían cargo de los pormenores causados por las pandemias. Así las adversidades a la derogación implicaban un continuo esfuerzo extraordinario a su finalidad.

Granada, toma y cuna del catolicismo hispano, se sostenía entre conservadores y liberales. Asimismo, la oposición luterana complicaba el entendimiento de un Dios taumatúrgico. Estos diferentes encontronazos elevaban a la noble y heroica ciudad como modelo capital en el desarrollo de los acontecimientos de la época decimonónica. La abdicación de la esclavitud civil y la erradicación de las enfermedades mortales era el sueño que enterraba la pesadilla de los tiempos aquellos. Don Simeón de Castro se encontraba en Granada con motivos de las nupcias de una sobrina adoptiva con un familiar del señor arzobispo don Isidro Gomá y Tomás. La Catedral de la Encarnación de Granada atestaba la celebración de estos esponsales. El mes de mayo relumbraba en Granada, y el orden se guardaba con pulcritud. A cada cual se le ofrecía su festividad según la necesidad. La estulta diferencia a resolver o no mediante la ley sálica un órgano monárquico, debilitado por la nobleza decadente y renunciante, no más que a diluirse y disipar en el nuevo panorama urbano y autosuficiente por sí como una nueva clase emergente o burguesía propia de la población sedentaria y su abastecimiento, promulgaba la abnegación de la monarquía más allá de su caducidad decantada hacia la nueva gesta republicana.

Eufrasia, novia engalanada, no pudo más que retirarse del protocolo ceremonial y abrazar y besar a su tío con insistente énfasis para proseguir al cumplimiento del cortejo hacia el altar. Don Simeón de Castro no gozaba de buena reputación debido a sus intrigas, en general, políticas y religiosas. Alcanzar las cotas de absoluta ingratitud difícilmente se propiciaba por una dignidad que más allá de los tormentosos intrincados de la vía pública se demostraba por siempre al acceso de un poder real. No obstante, su fe en el hombre como invocador de la vida en sí misma conjeturaba las artimañas para obtener su inmejorable estancia mundanal. Los atavíos en repartimiento por las defensas detractoras en su uso expresivo e indumentarias en su significación subsistente conformaban la propiedad de un sistema naciente sobre el que todos sus partícipes se aplicaban a la disposición colectiva por propia adscripción. Don Simeón que viajó de Madrid a Granada con Jeremías, su lacayo predilecto, contactaba a estos preceptos con liberales y luteranos a disponer de razones, fuerzas y decisión para implantar los asientos inconmovibles de la república.

 

La boda era una maravilla. Los curiosos e invitados asistentes, impávidos ante el lujo excelso del pertinente despliegue de enjaezados carruajes de caballos y elegantes modelos lucidos y pomposos, al brío de las ostentosas vestimentas de los celebrantes partícipes del maridaje, se fascinaban con tal derroche de excitación que la fiesta se oficiaba no menos para unos que para otros como uno de los casamientos del siglo. Don Simeón y don Isidro que se habían citado semanas antes en secreto al trato de sus asuntos apenas les bastó con un ligero saludo para reencontrarse. El obispado de Madrid, vacante al fallecimiento de don Manuel Fraile y García, se disputaba a los intereses eclesiásticos por el obispo Urquinaona en cuanto a sus filiaciones conservadoras. Es por esto que don Simeón de Castro no se excluía de intermediar con luteranos y otros grupos religiosos hacia la aniquilación del autoritarismo intolerante como antagónico a la libertad republicana y sus formas sociales y culturales de vida plural.

A expensas de un obispo en Madrid, y frente a la inminente guerra carlista en Cataluña, se decidió por ambas familias ubicar la ceremonia en Granada. Eufrasia se portaba como la mujer más feliz de la hispanidad sumando todas sus colonias. Don Simeón aprovechaba la estancia para asentar los mejores regalos a los casamenteros. Esa misma noche una revuelta popular se extendería por todas las céntricas calles de Madrid. El ausente convocante trazaba la oportuna disputa sobre un alcalde aún inexperto. El alcalde José María Basualdo hubo de rendir cuentas al ejército ante la avalancha de sublevados. Los liberales que se unían a las tropas isabelinas contenían entre sus filas a los consiguientes republicanos auspiciados por don Simeón. Entre la multitud se hallaban esclavos y obreros menospreciados en sus designaciones que exigían mejoras estatutarias económicas y sociales. La libre expresión a efectos culturales no alienante como efecto de la victoriosa insurrección iniciaba una horda por la emancipación popular. Las guerras carlistas decantarían así sobre la ubicuidad histórica del libertarismo. En su primer estadio la esclavitud se derogaba en toda la península una vez que se manumitiera en toda Europa. Estas rebeliones populares insistieron sobre estas necesidades que transformaban la calidad de vida de los habitantes al modernismo. Precioso regalo el de don Simeón a su sobrina adoptiva. Así se daba inicio un periplo hacia el humanismo transigente.

 

 

Don Simeón, que había logrado erradicar la esclavitud, no tenía respuestas para apartar la hambruna que asestaba la capital de Madrid a un lado y otro de los desolados aledaños de las calzadas que se transitaban entre surcos encharcados e inundaciones torrenciales. Hombres libres y horros esclavos, se afrontaban a la atrayente tarea de conquistar la vida pública sin menosprecios algunos a compelir. Ciencia y religión se unificaban en su avance por comprender adecuadamente los vericuetos modales de la existencia humana. Don Simeón se sabía no ser ni un héroe ni un líder mítico. Tan sólo se tentaba de aplicarse sobre sus oportunidades coadyuvantes. La hambruna acompañaría la expiación de la esclavitud hasta que las enfermedades muy propias de su carestía no obtuviesen el denuedo de su incorporación.

 

  • «La guerra sería así pues el último combate»-, se decidía a aventurar don Simeón de Castro camino de París.

 

Jeremías, su lacayo, viajaba en la misma cabina, frente por frente, espaciosamente, sin más diferencias que las personales. Don Simeón explicó a Jeremías que pronto los caballos caerían en el olvido. Explicó que serían sustituidos por unos coches o autos con propia movilidad. Sin embargo, aún llegarían a ser necesarios los lacayos en sus funciones. Sería insostenible una industria que propiciara automóviles para cualquiera que fuese su conductor, así como tal. No así la liberación de la esclavitud era suficiente a cualquier modo de autarquía conveniente. Un punto de partida a enhebrar sobre la construcción de la civilización y la historia humana, un asunto personal de Estado que don Simeón trasladaba a su lacayo Jeremías como testigo del protagonismo irremplazable en las mismas.

 

En París les recibían dispuestos a instruir en órdenes superiores a éstos sus comunicantes a procurar los intransigentes avances.

 

 

 

 

 

FIN DEL RELATO

ANDRÉS PABLO MEDINA

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