Audrey Musse Pockert estaba desilusionada. Había entregado su vida por la memoria de un monto de recuerdos que al cambio del presente se excedía del valor predeterminado. La busca de su desacreditado pasado en la composición de su inmanencia carecía de fundamento. Su huidiza personalidad, acompañada de un optimismo en ocasiones intolerable, fue el detonante de su inconsecuente decisión. El arte, licencia para ostentar su animosa espontaneidad, su creativa excentricidad, su desbordante singularidad, sobre aquel tropel de carismáticos iguales, por superarse en las impertinencias convenidas a los efectos de la supremacía de sus idiosincrasias, plausible expresión de una insufrible experiencia, se reveló como una única formulación admisible de las posibilidades que los arcanos dibujaban sobre la mesa por los avatares que habría de designar.

La clínica estaba repleta; por navidad. Superar el innombrable suicidio no había sido fácil. Cuando ingresó, hacía ya por catorce años, apenas si eran unas cuantas decenas de internos. Ahora eran cientos. Su animadversión se prorrogaba sin sentido ni dirección programable; era una fatalidad imperdonable. La causa final de una condena indefectible que nadie lograba reponer. Amigos y enemigos concordaban sobre la negligente brutalidad. Audrey Musse Pockert, al través de la ventana blindada de su celda hospitalaria, veía desprenderse los copos de nieve desde lo alto de los cielos hasta estrellarse sobre el cúmulo que inundaba el jardín. Audrey Musse Pockert estaba muy desilusionada. Audrey Musse Pockert veía la nieve.

Cuando entró en la sala no esperó aquel recibimiento distinguido. Creía en todo caso que iba a ser reprendida por su vil naturaleza. Se sentó y comenzó la partida contra el destino. La cartomántica al barajar las cartas explicó algunas de sus normas y susurraba algunas oraciones.

• Esto es un juego en la realidad. Aceptar el sortilegio implica entregarse a la designación de los arcanos. Jugarás tu partida hacia un destino, sus peligros los preverás tú.