CUENTOS (COMPLETOS) PARA PRINCESAS REPUBLICANAS EN UNA TARDE CUALQUIERA (NARRACIÓN ORAL)

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LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO

 

           

En un campo cercano a nuestros pueblos, lejano de nuestras ciudades, e inclusive apartado de todos los posibles caminos, adonde no llegaren ni los cómicos, sucedióse que un campesino, pobre y mísero, que apenas tenía hacienda para alimentar a su servil mujer y su único hijo, el cual cumplía edad de ser inquieto, encontró gran fortuna que a nada le vino a servir, pues a esto que, fue tan testarudo y necio en su costumbre, que, toda decisión que tomaba, lo conducía a su arraigo impertinente.

 

“Y es que la bella mariposa no luce a luz del día por la fuerza del sol, sino por la íntima consideración de la oruga.”

 

Así que este hombre poseía un marrano, y una marrana que esperaba lechones, un burro que le servía, y un gallo y tres gallinas ponederas, una blanca, una negra, y la otra rubia. Con esto el hombre, y algún palmo de tierra que labraba, medio comían él y su parca familia. Unos, unos, otros, otros, así iban pasándose los días. Fue a esto que su hijo, movido por su deseo de abrir el campo, le expuso:

 

  • Padre, si de los lechones vendiéramos tan sólo dos, y los otros los alimentáramos con parte de las ganancias, nosotros podríamos alimentarnos de los huevos de las gallinas, y labrar mientras las tierras con el burro, que al vender sus cosechas, nos alimentaríamos todos. De esta manera, habríamos ganado unos marranos, que al venderlos, ganaríamos entre otras incluso hasta para criar más gallinas, y éstas y sus huevos podrían ir al mercado además de a nuestras tripas. ¿No os parece?

El pobre y mísero padre, que atendía más al fino plato que a las palabras de su hijo, reflexionó:

 

  • No es momento de molestar a tu padre con estas noticias ahora, no vaya a ser que se le atragante mal el huevo que se come.- Inquirió su esposa.

«Parecerán cabales las ligeras palabras de este jovenzuelo, que no son más que versos compuestos por sus deseos. Si por él fuera, en su afán de hacer crecer la granja,- reflexionaba el padre- pondría a las gallinas a dar huevos de oro. ¡Ilusiones del demonio! ¿Cree que esta familia, ha superado los días y las generaciones, arriesgando el legado que se ha transmitido fehacientemente, apostándolo en una quimera diabólica, presa de la ambición y el engaño obnubilado del alma?»

 

                A esto que respondió a su hijo:

 

  • ¡Patrañas! Mantener estos animales y esta tierra ha sido la labor de tu madre y mía durante años. Nuestros sacrificios han estado todos en ellos. Ninguna majadera diablura les vamos a permitir. ¡Con esto no se juega!

La madre, respondió complaciente:

 

  • Ya te dije que no es el momento de atragantarle el huevo a tu padre…

Y le invitó a salir del habitáculo.

 

*

 

Estaba el hijo de nuestro fidedigno campesino sentado sobre una piedra, mientras con una vara removía la tierra. Entre ir y venir, se venía a su imaginación, que habitaba palacios con excelsas cortes, o que regentaba extensas haciendas ostentosas. Así que dolorido su corazón, suspiraba por su dulce amor, una pastora tan humilde como bella, que hacía pastar su rebaño en los pastizales de las tierras del valle. Era tal su pasión y su amor por la amada muchacha, que, desdichado entre suspiros, una vez que marchó a recoger los huevos de la jornada, y pululando las gallinas por allí, le pareció ver a una poner un huevo de oro. «Pobre y mísero de mí, que hasta creo ver poner a las gallinas huevos de oro.» No a esto que el brillo era tan insistente que se adelantó a mirar de cerca al huevo, y bien examinado, lo olió, lo frotó y comprobó que verdaderamente era, sí que sí, un huevo de oro. Alarmado, y como cosa del demonio, entendió que antes de avisar al señor Cura, habría de dirigir a sus padres el conocimiento de esta inaudita e insólita aparición. Una gallina había puesto un huevo de oro, y esto no era cosa de palabrerías de mercadillo, a no ser que fuera chanza de algún filibustero, que perdiera su fortuna en reír de los pobres y míseros a sus espaldas. Así a esto que, con el huevo bien sujeto en la mano, emprendió corriendo hacia su madre.

 

  • ¡Madre, madre! Fijaos en esto. A mí que una de las gallinas ha puesto este huevo. ¡Es de oro!
  • ¡Dios mío, esto es cosa del demonio! ¿No será acaso que se le haya extraviado a uno de esos tantos gitanos que cruzan estas tierras? Ellos son muy amigos de sortijas y otras joyas, y también amigos de lo ajeno…
  • Madre, no lo creo. Vi el huevo entre las gallinas. Si no es pérdida o hurto en fuga, ni se trata de burla alguna, una de nuestras gallinas, madre mía, nos pone huevos de oro.
  • Corramos a tu señor Padre, antes de ir a la Iglesia a persignarnos bien persignados en agua bendita, y confesar al Cura este pecado tan grande que nos ha caído del bendito Dios.

 

Tomaron con presura la carrera, y se plantaron junto al campesino que labraba el pequeño huerto de la granja. Se adentraron en el sembrado, sin miramientos por la tierra, despavoridos y como posesos por la locura. Hermenegildo, que así era el nombre de su señor Padre, protestaba y vociferaba iracundo preso de la cólera. Se llegaron hasta él, y jadeantes por la premura, le expusieron sofocados, a suplicios y espiraciones, la buena nueva que les amenazaba.

 

  • ¡Padre, podré de casarme con mi pastora y habitar con ella lujosa tierra! ¡Tendremos pocilgas repletas de piaras de cerdos, burros en manadas pastando en cuadras, y cientos de gallinas y gallos dispuestos en corrales!
  • Pero qué me estáis diciendo, qué son esas fantasías… ¡Mirad como habéis dejado la siembra! ¡Tardaré dos semanas en recuperarla!
  • Marido mío, Hermenegildo querido… Tomad esto.- Y a esto que puso en su mano el huevo de oro que su hijo había encontrado.

Mirándolo de cerca, lo examinó, lo olió, lo frotó y comprobó que se trataba, sí que sí, de un huevo de oro.

 

  • ¡¿Un huevo de oro?! ¿De dónde ha salido semejante fanfarria del demonio?- Expresó aturdido.
  • Aquí, tu hijo,- dijo su mujer- lo encontró entre las gallinas.
  • ¿¡Pero qué clase de magia has descargado contra las pobres gallinas- reprochaba el padre- que nos dan ahora huevos de oro?! Dios habrá de castigarte más que yo te levante la mano… A tu edad… Andarse con hechizos de brujo es pecado y muy mortal… ¡Pendenciero!
  • ¿Es cierto eso que dice tu padre, hijo?- inquirió sugerente la madre- ¿Has embrujado a las gallinas?
  • No, madre. Nada así he hecho. Que yo sepa… -confesó con transparencia.
  • Pues a saber, a saber… Esto es cosa, Hermenegildo,- concluyó la esposa- que a saber debe el señor Cura.

El muchacho, que se veía encima el Santo Tribunal de la Inquisición, alegó:

 

  • Madre, quizá tengáis razón, y sea cosa olvidada de gitanos, o gresca de un burlador que busca la guasa con nosotros, humildes. Vayamos a ver a las gallinas a ver si han puesto algún otro, y si es así, dignemos al señor Cura a velar y bendecir por este misterio, no vaya a ser que el demonio nos quiera tentar con sus artimañas.

Y marcharon a buscar a las gallinas, cogiendo por buen camino, sin remover el sembrado más de lo que lo habían revuelto. Así que llegaron donde las gallinas se resguardaban, vieron otros tantos huevos de oro esparcidos por el piso. Los recolectaron, y presos del pánico y la presunción, fueron en busca del señor Cura.

 

  • Vaya mejor tu madre, que aun siendo más culpa tuya este milagro del demonio, ella habrá de explicarse mejor por todos.

 

Permanecía Hermenegildo a la custodia de su averío junto a su hijo, que a esto una de las gallinas, la rubia, después de mucho coclear, como espantada, se posó delante, y a la vista de ambos, puso un reluciente huevo fresco brillante y hermoso compuesto de oro. Llegado aquí, y una vez que supieron que era ésta la única que se ponía huevos de oro, y otro, y otro, decidió Hermenegildo apartarla de las otras dos, así que pusiera sus huevos de oro en lugar seguro. Pero antes que se dispusieran a esto, fue que regresó rauda y veloz, su mujer, con el señor Cura, quien había desatendido una extremaunción por este dislate, que en sus palabras «Bendito seas Dios Santo, que consuelas a tus ovejas y las libras de todo mal» había expresado su deseo de componer la razón y expiar a todo demonio, que la muerte bien pudiera esperarse, pues si dada, dada estaba, y voluntad de Dios fuera que tomara sacramento. Visto lo visto, el señor Cura, se dijo para sí, muy para sí:

 

“Esta fuente de riqueza que traen estas ovejas mías, o mejor que mejor, así gallinas, en su ontogenia genealógica, históricamente relacionada en la tradición de esta familia campesina, de estultos ignaros a las superiores sapiencias de nuestro temeroso Dios, no es más que bendita bendición a la gracia de palaciegos y reyes, con la que a través de su laboreo, nuestro Dios nos complace y colma a sus respetos por siempre labriegos de lo nuestro . Seré piadoso y recatado, que la tentación que se confronta a estas almas no ha de afectarles su noble dedicación.”

 

  • Sabed que estos huevos de oro, y aquellos que vinieren, son propiedad de la Iglesia, pues como dice el edicto, «todo huevo de oro, nacido de gallina, es propiedad de la Iglesia, y será confinado en su naturaleza por el Tribunal de la Santa Inquisición».

No sin embargo, es menester de asistir a los pobres…

Y entregando unas monedas baratas, se marchó el señor Cura, con todos los huevos de oro, despidiéndose hasta el día siguiente, y confiando las felices gallinas a estos sus granjeros, para que no debieran darse éstas de más revueltas. Así pues, la gallina rubia, encerrada en la casa, en un pequeño cajón que construyeron con tablillas y cartones, confinada y a recaudo, se dispuso clueca a poner sus huevos. No así que la gallina, llegada a este cuadril, no se ponía más que huevos de yema ricos y gordos para buenas tortillas. Tal como las otras dos, que tampoco disponían riquezas sino más bien al paladar. Nuestro señor Padre, enojado, y víctima de la animadversión, más por el cumplimiento de los designios de Nuestro Señor, que por la roñica puesta de la clueca gallina en su nuevo aposento, decidió de llevarla a ésta a la cazuela, que devolverla al campo sería cosa de andarse con la magia de este asunto, y a decir que al señor Cura, que una gallina está para su caldo y no para ponerse huevos de oro. Y al total de unas monedas de propina, pues como que convenía más el manjar de comer de esta carne de gallina y su sabrosura. Resuelto el enojo y el entuerto, reservóse para el señor Cura los dos muslos del ave que le contentaran, y se abrió el apetito en sus andorgas rechinantes.

Y así que ese día se almorzaron buen caldo de gallina con sus frescas carnes.

 

*

 

Llegó el señor Cura temprano a la mañana siguiente, turbado por su colecta, cuando la mujer, con delicada mesura, le hizo ver que la gallina no puso más que dos o tres huevos frescos, y que huevos de oro, no fueron más vistos. Creyó el señor Cura, que a esto, se le engañaba con artilugios con afán de reservar la puesta y esconderla a los ojos benditos en el nombre de la avaricia, la ambición y otros pecados y tentaciones del lujo y los excesos del vicio y la ostentación. Se le explicó al señor Cura que la gallina había tenido su destino en la cazuela, porque no ponedera de más preciosidades, consideró nuestro señor padre Hermenegildo llevarla a caldo, pues reponerla al campo érase jugar con Dios a ver si revolvía a la gallina a dar de nuevo sus huevos de oro, y esto parecíase cosa como de andarse con las ligaduras del demonio más que en la voluntad del Santísimo. Es a esto que el señor Cura, al ver que le ofrecían los muslos de la gallina en sabrosa sopa, se dijo para sí mismo, muy para sí mismo:

 

“Parece que esta pobre gente ha acabado con la gallina de los huevos de oro. A no ser que me estafen con alguna otra tomada de otro gallinero. No así que seguiré de cerca a estos granjeros, a ver que huevos comen, y como se visten, calzan y trabajan.”

 

Fue aquí que se despidió el señor Cura, no sin llevarse a buen recaudo su rica sopa. Así que le despedían, y cuando ya marchaba lejos, que apenas se le viera el revoltijo de sus caballos, aun cuando ya no se le pudiera alcanzar, la gallinita negra, que se andaba alrededor, se les puso a coclear, y dando saltos y brincos, en esto que dejó sobre la arena un huevo enorme y frondoso, que brillaba y relucía como el sol. Hermenegildo se acercó, y examinándolo, lo olió, lo frotó y comprobó, que el huevo era, sí que sí, de oro.

 

  • Otro huevo de oro… ¡del maldito demonio!
  • No, padre. Debe ser señal de Dios… Ya puso para el señor Cura, ¡y ahora pone para nosotros!
  • ¡Ni hablar! A recaudo queden estos huevos de esta gallina hasta que el señor Cura disponga, pues no quiero yo poseer lo que no es mío no vaya a ser que me posesione el mismísimo satanás.

Y dispuesto pues, agarró a la gallina negra y la metió en el cajón, dentro de la casa, donde los huevos de oro se tienen lugar aparte contra los extraños. Es aquí, que la gallina negra, que había puesto en el libre campo unos diecisiete huevos de oro, no se comportaba en su cautiverio a la misma compostura. Y andaban éstos con la panza preocupada, cuando la gallina se puso a poner. Más no ponía más que huevos morenos de blanda y roja yema. Así se vieran ya a la gallina en la cazuela, a pesar de las rogativas y prerrogativas suplicadas por la madre y el hijo en devolverla al campo, a esto que allí la gallina, les pusiese sus huevos, a la gracia del señor Cura, o a servir a la mesa de los alimentos.

 

  • Ni hablar. Esto es una señal del Altísimo Señor Dios Nuestro. Esta gallina está endiablada. ¡Se nos viene a la cazuela por poner huevos de oro sin rechistar! ¿Qué otras maravillas nos pueden esperar si le damos campo? ¡Si no se pone más huevos de oro, se acabó su brujería! ¡¡A la cazuela!!

El hijo, por salvar riqueza, que aunque ajena, fuera de gracia que la hubiera, replicó:

 

  • ¿Y por qué no voy a buscar al señor Cura, padre? El señor Cura habrá de saber cómo tratar estos agravios de brujas y demonios…
  • Hijo, no repliques a tu padre, que le habrá alumbrado el Espíritu Santo. A saber, a saber, lo que el señor Cura sabe o se nos sigue sabiendo.
  • ¡¡A la cazuela!!

Y así que ese otro día se volvieron a almorzar otro buen caldo de gallina con sus carnes cocidas.

 

*

 

Se entregaba el señor Cura a su ronda matutina, al cuidado de sus parroquianos, cuando hubo de llegarse a la granja de Hermenegildo, donde la gallina de oro levantaba por más que nadie la compasión y la premura. Fue a esto que al apearse de su carrocería, la mujer le dijo:

 

  • Señor Cura, ¡por Dios Santísimo! Sepa usía que en esta familia siempre hemos sido de guardar la fe, que desde los tiempos que nos avenimos en la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, nos cumplimos en los oficios de la Iglesia, y que a más, de Adán y Eva, nos cuidamos en la costumbre como honrados y humildes campesinos, al servicio de los suyos, entregados en la labor de nuestros oficios, y a la asistencia de nobles y ricos, que gracia es de Dios y nuestra Santa Madre Iglesia, que estos en su beaterío se mantengan sus fortunas, que palabras tiene Dios para nosotros los pobres, que en oración, elevamos súplicas, que les libren a estos de tentaciones, y a nosotros, de ser tentados contra el mandamiento. Señor Cura, ¡por Dios Santísimo! Sepa usía que en esta familia siempre hemos sido de guardar la fe. Así que no es ni cosa de magia ni del demonio que nos vengan las gallinas a ponernos huevos de oro. Sí que sí que servimos a nuestros rezos, y que nuestras gallinas nos acompañan desde que nuestros ancestros se cumplieron con la palabra de Dios, a esto que son sus huevos gloria para usía, y esos nobles arruinados que le acompañan. No sin que sus benefactoras almas nos cumplan con sus gratas limosnas. Señor Cura, ¡por Dios Santísimo! Hágole saber que otra de nuestras gallinas, ahora la negra, ¡se nos ha puesto a servir de huevos de oro!
  • ¡Dios Santo del Sagrado Corazón de Jesús y Amén! ¡¿Dónde está esa gallina?!
  • En la cazuela, señoría.
  • ¡¿Qué me decís?, ¿también ha ido a dar al caldo?!
  • Así es, como dice usía.

El señor Cura, víctima de la indignación, y la avaricia febril, la ambición, y otros pecados y tentaciones del lujo y los excesos del vicio y la ostentación, reprochó insurgente:

 

  • ¡¡Hermenegildo!!

A esto, se presentó el campesino ante el señor Cura, con la cabeza gacha, y en gesto y ánimo de genuflexión.

 

  • ¡¿Qué habéis hecho con la gallina negra?!
  • Señor Cura, no más que lo que una gallina merece. Hacerla de buen caldo, y ponerla al plato.
  • ¡Escuchadme bien! Si esa otra gallina, la blanca, se os diera de huevos de oro, ¡aunque os dejara de darlos no la llevéis a la cazuela! En esta sabed que seré yo mismo quien me la lleve a mis campos, que dando o no dando, ¡ésta se libra de tus rápidas manos a que yo y mi paciencia la espere! ¡¡Qué las cosas del demonio, Hermenegildo, se bastan solas para confundir y andar con los pobres incautos!!
  • Creí yo que Nuestro Señor Jesucristo se nos murió para darnos de ostias…
  • Sí, ¿y?
  • Y esta gallina mía por sus huevos de oro obtuvo la misma sepultura…
  • Pues sé de ti buen cristiano y bájala de su cruz. Qué una gallina que se nos pone huevos de oro… ¡¡hay que atenderla al pienso, y preservarla del mal que el diablo se tratare con ella!!
  • Pues no se preocupe usía, que si esta gallina blanca se nos diera de huevos de oro, así se la reservaré a que Dios la tenga en su gloria, sirviendo a la Santa Madre Iglesia, en vez de a la siniestra de Nuestro Señor Jesucristo, por la intercesión de nuestras dentelladas y las manos de nuestra cocinera. A sus campos habrá de ir a que se cumpla con sus voluntades.
  • Así os lo espero, Hermenegildo.

Tomó el señor Cura sus diecisiete huevos de oro, y, entregándoles diecisiete flojas monedas en gratitud, se marchaba, cuando la mujer de Hermenegildo, atenta, se adelantó a ofrecerle la sopa que se le olvidaba. Éste, tomando la vianda, al ver que se le plantaban por delante los dos ricos muslos del ave, por no entrar en porfía, como ellos eran tres y muslos dos, los tomó de buen agrado y conciliadoramente, no fuera a ser que el reparto diera en traste, y no estaba esta familia para más monsergas, que santamente en ellas la Iglesia y su curia se las ocupase. Así se marchó a seguir de su ronda hasta el día siguiente, puesto que, este disparate de tanta gallina ponedera de «huevo de oro», le conmovía de tal manera, que a su entendimiento, que le traía desbaratado, era cosa de perturbar a las almas más enteras, y es que a estos campesinos, les pudiera tentar la cabeza, tanta riqueza fácil por una simple puesta. Así que el engaño pudiera estar entre tanta sopa, mientras los «huevos de oro» se crecieran ocultos a la luz del día. Esta suspicacia, fundamentada en el celo y la custodia que sobre sus feligreses todo pastor reza, no era más que muestra del amoroso amparo, y la prevención de las acechanzas de males y demás adversidades y desvaríos, por mantenerles a estos en la vía de las buenas costumbres, y la preservación de los peligros de adentrarse en sendas de costumbres dudosas. He pues aquí que el señor Cura se marchaba ya lejos con su componenda, cuando la gallina blanca, la única que les quedaba, prorrumpió de un topetazo con un huevo de oro sobre el albero del campo.

 

  • ¡Líbreme San Judas de la miseria!- Exclamó Hermenegildo.- ¡¡Otro huevo de oro!!
  • Hágalo conmigo,- dijo su hijo suplicante- ¡porque todas estas riquezas venideras son para el señor Cura de seguro!

Y así que la gallina blanca se puso a poner huevos de oro como una loca.

Iban más de treinta y tres, que la mujer partió en busca del señor Cura a avisarle de esta cosa que a saber Dios por dónde se llegaba el monto. El señor Cura, se supo enseguida que el Cielo se le daba en honrar favores y virtudes, sacrificios y oraciones, persecuciones, humillaciones, tributaciones, holocaustos y exterminaciones, y tantas otras cuentas, que se resultasen del buen entendimiento divino y su gracia cristiana de la Iglesia. Fue a esto que, reclinado y a golpe de pecho, marchó en busca de su gallina, y sus puestos huevos.

Llegados al campo de Hermenegildo, la mujer, que le acompañaba, le llevó hasta la gallina blanca, que como poseída, se ponía un huevo de oro tras otro, y otro, y otro, y otro, así que cumplía con una pila prominente que no se sostenía, adonde le apartaban sus huevos de oro a la incansable ponedera. Maravillado el señor Cura, y como así que el ave no se retuviera, se asustó, y, arremetiendo tres o cuatro puntapiés contra la gallina, le recriminó:

 

  • ¡Maldita gallina endemoniada, para ya tu puesta, qué me vas a inundar de huevos de oro, todos los campos y el pueblo entero, y no me vas a descansar!
  • ¡Cómo qué no vamos a tener ni dónde meternos ni dónde respirar, pajarraco de satanás!

Y a esto, el señor Cura, que aprovechaba la torpeza de la gallina por ponedera, le asestaba de patadas, una tras otra, con un pie y otro, hasta que dejó tumbada a la gallina sin sentido. Entonces, se expresó: «vade retro, satana.» He aquí que Hermenegildo se adelantó, y tomando la gallina del suelo, sollozando, se dijo para sí mismo, muy para sí mismo:

 

“Me sé muy bien sabido que el señor Cura se sabe cómo tratar a sus demonios y a todos sus príncipes y realezas, pero me parece que los míos se les comportan como santos benditos, que a la gloria deben de hacer su penitencia, mientras su usía se celebra los sagrados misterios con los dos muslos de mis gallinas, y se hace sus sagrarios y otros lugares santos y benditos con mis huevos. Estos templos de Dios, me parecen a mí más que nada, emporios del catecismo, al que respetar su docta gerencia y su contaduría. Por otra parte, aún peores mandamientos nos pudiera haber dado la Iglesia o la misma voluntad de Dios, que a tener en fe y considerable estimación, siempre se nos resuelve con grata compasión, en tanto que siempre al filo queda haber dado con la fatalidad. Y así que no quisiera yo tenerme por gallina, y dar a parar a los pies del señor Cura, pues si él se sabe cuándo dar a la gloria su azotaina, yo me sé cómo picotear de los salpicones de la paliza.”

 

  • Señor Cura, su gallina.

El señor Cura, contestó agotado:

 

  • A la cazuela, Hermenegildo. A la cazuela.

Y en aquella noche, se cenaron todos, presente el señor Cura, rico caldo de gallina con sabrosa carne.

 

*

 

Fue a la mañana siguiente, que hicieran el desayuno, y despidieran al señor Cura, que hubo de pernoctar en la granja, a fin de cargar tranquilo con sus huevos para sus campos, cuando el desdichado hijo de Hermenegildo, lastimado por todo este trajín inolvidable, al que no podía más que deplorar y arrepentirse por cuantos sucesos se vieran sin remedio de su cometimiento, sentóse sobre una piedra, mientras con una vara removía la tierra. Entre ir y venir, se venían a su imaginación, sueños perdidos en los que habitaba palacios con excelsas cortes, o que regentaba extensas haciendas ostentosas. Así que dolorido su corazón, sin bienes algunos, suspiraba por su dulce amor, aquella pastora tan humilde como bella, que hacía pastar su rebaño en los pastizales de las tierras del valle. Era tal su pasión y su amor por la amada muchacha, que, desdichado entre suspiros, se decía: «pobre y mísero de mí, que aun dándome las gallinas de mi padre huevos de oro, no más que he aumentado las recaudaciones de la Iglesia, y he quedado yo sin hacienda ninguna, ni nada que prometerme a mis campos ni a mi pastora.» A esto, el burro que pastaba frente a él, se le puso delante una majada que brillaba con el sol. «Mira tú, que debo estar lelo, cuando además ahora creo ver que el burro se ha jiñado una majada de plata.» No a esto, que el brillo era tan insistente, que se adelantó a mirar de cerca la plasta, y bien examinada, la olió, la frotó y comprobó que verdaderamente era, sí que sí, una cagada de plata. Alarmado, y como cosa del demonio, entendió que antes de avisar al señor Cura, y de dirigir a sus padres el conocimiento de esta inaudita e insólita aparición, debiera tomar bien la circunstancia y emprender el camino que guiara su sapiencia. Así que antes a ponerse huevos de oro, y ahora a cagaleras de plata, le mereciera más tomar a su princesa del valle, y correr lejos con su fortuna a fundar granja, donde estos misterios ni siquiera se les dieran.

 

Más que aquí se contase este cuento, para que su historia y moraleja se aprenda, que cómicos y artistas la expusiesen, y la llevasen lejos por todos los caminos y las luengas carreteras. Así que las oyesen, hasta quienes tienen gallinas, ponederas de huevos de oro u otras entelequias, que a las mentes nos pudieran sorprender, si se nos cuentan tal como fueron, y deben ser.

Aquí se llega a este fin, de mi ponencia… Cuéntenla o… expónganla por mí.

 

“Y aquí que os cuento ahora, y nunca fue contado, o nunca se contó, que pudiendo ser contado, sólo se nos narró.”

 

 

 

EL TRAJE DEL EMPERADOR

 

           

En un lugar lejano, o cercano, en este u otro reino vecino o el que fuera o hubiese sido, se dio un emperador admirado por su pueblo, algo orgulloso y presumido, quizá presuntuoso, pero justo entre los suyos, siempre atento a nombrar a lo “blanco” blanco y a lo “negro” negro. No dudaba en mandar a la hoguera a quien justamente lo mereciera, ni en congregar a su Corte a quien noblemente considerara merecedor, o merecedora, de tan magnánimos privilegios. Así que en este reino se vivía en paz y concordia. A excepción de algunos cuantos desalmados locos, que como siempre y en todo reino, o inclusive república, tratan de buscar siempre los tres pies al gato. La cuestión está en si hay gato o no. Y he aquí que dos pícaros bribones, viajeros de ninguna patria, decidieron entablar con firmeza la cuestión, y dilucidar cuantas falsedades se pudieran entender para que de este modo se desterraran todas las malas ratas y cucarachas y el gato quedase bien al descubierto. No sin antes, claro está, sacar buena tajada de la burla con la estrategia, y así proseguir con sus andaduras por esos otros caminos que se nos suelen olvidar.

 

Se dio que se presentaron estos chanceros ante la corona real a dar su ofrecimiento al Rey y su Corte, así que obtuvieran oportunidad de mostrar sus privilegios a cuantos congregados unos y otros se hallaren en el lugar. Éstos, al tanto, recibían animosos su ofrecimiento.

 

  • “Aquí, Majestad, os ofrecemos un tesoro impropio de incautos y necios, creado por el esmero de las más finas artes y el oficio pertrechado de sabios magos del Oriente. Nunca fue vista tela igual, de sorprendente belleza, sutil textura.”

Es así que estos dos granujas, extendieron ante la vista de todos, una tela “de nada”, que con meticulosidad y perspicacia hubieron de sacar supuestamente de un cofre suntuoso.

 

  • “He aquí, Majestad, la suntuosa gracia que nos ha traído a vuestro reino. Esta fabulosa tela no es digna más que de eminentes y sabios, justos y cabales. Desde la más lejana tierra del Oriente viene a sus manos esta mágica composición. Fijaos en su costura, ¡es sublime! Claro que como os digo, es sólo para privilegiados. Tontos y estúpidos no la pueden ver.”

El Rey, contrariado ante la Corte, y ante su propia desvergüenza, consideró:

 

“Si digo que me engañan, puede que alguien me tome por imbécil. Si digo que la veo, y algún estúpido osará contrariar mi razón, eso sería, un estúpido bobo.

No diré jamás que no veo la tela, no vaya a ser que me tomen por bobo, como realmente debo ser. Dios mío, ¡claro que veo la tela!”

 

  • “¡Qué tejido más desconcertante!

¡Se asoma a la vista y al tacto como una ensoñación! Es una cosa increíblemente inverosímil. No hay igual comparable. Me la quedaré.”

A esto que la Corte, al unísono, contagiada por la febril osadía de su monarca, asintió con vítores y aplausos, el engaño en el que todos ahora se implicaban.

 

  • “¿Cuánto pedís por unas cortinas?,- exclamó precavido el monarca.”
  • “¡¿Unas cortinas?!- respondieron los sabios rufianes, entretejiendo la madeja de engaños y otras oportunidades.- ¡¡Habrá de ser un traje!! ¿Cómo osáis de gastar esta cara tela en unas cortinas? ¿Sabéis cuánto cuesta una pieza? ¡Habréis de pagar tanto oro como oro hay en vuestro reino! Unas cortinas es un derroche… Además, no luce tanto como un traje.”

El Rey pensó que unas cortinas serían aún peor. “¿Cómo iba a fingir la obscuridad?.”

 

  • “Bien, pues sí. Muy bien. Me haré un traje.”

La Corte, al unísono, se respondía:

 

  • “Eso es, sí. Un traje. Un traje es mucho mejor.

Sí. Sí que sí.”

Pues a esto que es de necios, creer que el arte de fingir empieza, donde la falsedad muestra su fastuosa disertación.

 

Así que estos señores habían encontrado así el modo de ser subvencionados para poner manos a su obra. Labraron durante siete días y siete noches en las que comieron, bebieron y durmieron a cuerpo de rey, mientras fingían ser sastres de telas e hilos a los que no atinaban no sólo por falta de oficio sino porque estos no existían en sus manos. Una vez compuesta la conjura, le presentaron al Rey el traje completo y perfectamente manufacturado.

 

  • “Aquí tenéis, Majestad, vuestra pieza.”
  • “Es extraordinaria, envidiable. ¡Cuánto me gusta! ¿No os parece fabulosa?,- replicó a la Reina.”
  • “Nunca he visto nada como eso… Diría que me gusta si no fuera porque reconozco en ello una cierta inspiración en determinadas recreaciones,… que nunca me gustaron.”
  • “Entonces, ¿no os gusta?”
  • “Bueno,… no es exactamente que no me guste su significado. De algún modo, me parece tener un aire divertido.”

Manos a la masa que el Rey entregó a estos pendencieros todo el oro del reino, y marcharon raudos y prestos al Oriente en busca de otros cuentos.

Llegado el día de la fiesta del Buen Ciudadano del Reino, decidióse el monarca a estrenar en público su traje fabuloso. Las carrozas y los batallones de soldados armados y engalanados desfilaban por el paseo principal. El palacio deslumbraba con aquel sol de primavera. Una carroza y un batallón. Y otro, y otro. Las orquestas se mezclaban con el aturdimiento del vocerío del pueblo. Se sucedía una banda, y tras ella, otra. Es así que este nuestro monarca apareciese en el pórtico del palacio descendiendo con toda gallardía y en su gala más excelsa. El cortejo avanzaba tras de sí, así como el pueblo aclamaba a su excelente y grandioso emperador. Unos y otros deseaban ver y piropear a su Rey. Las fuerzas del orden no sabían cómo imponerse ante tanto dislate. Todos, a excepción de los locos, que entre dientes mascullaban «el rey va desnudo», alababan la grandeza de su mandatario. «¡Qué Dios guarde a nuestro Rey!» Incluso los intelectuales manifestaban que las dudas sobre la duda cartesiana quedaban resueltas gracias a la gran impronta heroica de nuestra majestad. «¡Viva nuestro Rey! ¡Sabio entre los sabios, justo entre los justos y Verdadero como el Verdadero!»

 

 

No así que un pobre poeta, hambriento, enfermo, medio loco de la cabeza, y vapuleado por yescas y otras hojarascas, viose la extrañeza de que aquella desnudez se le presentase a él que conocía bien de pasiones, virtudes y otras cualidades del alma, aún más cuando éstas se hubieren sufrido en los avatares de su destino. Puesto pues que éste, nuestro amigo, no quiso dar mal paso, no fuera a ser que se le fuera a echar la guardia otra vez encima como otras tantas, informóse puntualmente de los hechos, y así alumbrado, arremetió contra un cortejo de señoras que cuidaban en su cercanía a sus niños, y sin mediar prorrumpió:

 

  • “Pequeños, necesito vuestra ayuda, niños. Soy un poeta torpe y desesperado. Un pobre poeta loco. Pero necesito vuestra ayuda, la de vosotros los niños. Decidme: a vuestros ojos, su majestad el emperador, ¿va vestido o desnudo?”

Los niños, por un momento, fijaron la mirada en el poeta, y así que algunos se miraron entre ellos, se revolcaron como una manada de lobeznos y comenzaron a reír y dislocar. El poeta, que conocía bien la naturaleza de los niños, esperaba paciente la respuesta del consenso.

 

  • “¡Pues claro que va desnudo!”
  • “Ese es su vestido…- increpó otro.”

 

El poeta había obtenido la luz de la razón. Ahora el sinsentido no tenía más que dejar de ser consentido.

 

  • “¡Tomad estos caramelos!- Propinó antes de marchar.”
  • “¡Deja en paz a los niños, poeta psicópata!- Respondieron las mujeres.”

Mientras, el desfile, continuaba su andadura.

 

*

 

Presto por concluir la farsa, antes que se extendiera a otros pueblos hermanos extranjeros, propios de estas mismas costumbres cortesanas, o duchos ante estos disparates, no en el preciso ánimo de exponer al ridículo a su majestad, sino más bien en el afán de corregir cuanto antes la mentira y enmendarla para el remedio, el señor poeta “majareta” decidió abalanzarse sobre el tropel de su majestad abriéndose paso con el pretexto de llevar en el bolsillo derecho un regalo importantísimo para su majestad, de incalculable valor, y al que éste únicamente debiera ver y entregar. Así la guardia, a regañadientes, y con todas las precauciones, le acompañó a su presencia.

 

  • “Majestad, aquí os traigo un regalo sin igual que sólo para vos os quiero hacer presente. Tomad este anillo de mágica cualidad. Todo cuanto deseéis por él se os cumplirá. No tenéis más que frotarlo cada vez que tengáis una apetencia. Con él todos vuestros deseos serán realidad. No más que sólo se os cumplirá si lo veis. Si no lo veis no. El anillo sólo da su favor a quienes lo ven.”

Naturalmente, no existía ningún anillo.

 

El Rey reflexionó por unos instantes:

 

“Si digo que lo veo de nada me servirá, pues no se cumplirán mis deseos y quedaré en la evidencia. Si digo que no lo veo… ¡qué desdicha! Si fuese capaz de ver este anillo pudiera llegar a ser el emperador del mundo entero.”

 

  • “No, que no lo veo. Pero otros magos habrá que me lo proporcionarán a la vista.”

Y he aquí que el poeta, frotándose las manos con el anillo imaginario, exclamó:

 

  • “Y a la vista está, majestad, que vais desnudo.”

Pues entonces fue que todos los cortesanos, sorprendidos y desenmascarados, comenzaron a reír.

 

*

 

He aquí, que un grupo de «listos» que seguía la escena con atención, se alarmaron instigando al pueblo:

  • “El Rey va desnudo, el Rey va desnudo…”

Y así se produjo una estampida, que incluso provocó revueltas en todo el país. “El Rey es un necio”, exclamaban unos, “al Rey lo han burlado”, exclamaban otros.

 

Fue a esto que nuestro amigo el poeta, preso por la compasión, acudía a su Majestad sin perder detalle de su persona, no a ser que se sucedieran otras literaturas que en su conocimiento se pudieran evitar. Aquí que el monarca se comportaba realmente indignado, conmovido, e incluso atormentado. Deseaba de la asistencia de expertos magos y médicos para recomponer su fama y gloria, así como su propia estima desamparada. He incluso en el destierro, al que finalmente se conminó a este monarca, le sucedieron los mismos reproches tal como si aún gobernara a pesar de la misma atrocidad cometida. Mientras, en aquel país, los ciudadanos reían de la corona, y una vez al año, celebraban una extraña fiesta en la que todos, hombres, mujeres y niños, se disfrazaban de «reyes desnudos», cada uno a su entender, y se reunían a bailar en las plazas de pueblos y ciudades.

 

“Y así os narro esta historia que me llegó lejana del Oriente, y que me la propinó un viejo amigo, aun cuando me había venido referida antes en los labios de una mujer, de la que no recuerdo su nombre, por ser recuerdo de tan arraigo en la infancia, del que no les podría mostrar más indicio, más que si recurriera a destartaladas cabriolas y morisquetas, propias de juglares desatinados. Aquí pues que nada plagio, aun cuanto a lo expuesto ya se hayan referido. Y si la semejanza dispusiera que me acometo en repetirme, a mí mismo habré de repetirme, si acaso fuera esa la gesta de mi propia verborrea. Así que quien me pise los talones, que lo haga con destreza, como yo con noble corazón actúo más por la réplica, que por mostrar las grandezas de mi cabeza, pues a ésta, quien quisiera pisarla o golpearla, que se sepa que nunca obtendrá su componenda.”

 

¡A bailar! ¡República…!

Oh, perdón. Monarquía.

 

“Y así quien se debata lo que no le pertenece y en su mano izquierda blanda la falsa comedia que interprete, no hallará más gatera que la del bribón que a su suerte rinde las creencias de las nobles gentes.”

 

“Y esto está ya dicho, pero aquí yo os lo recuerdo… pues el papel que arde al fuego tiene aquí el recato del olvido sin silencios, pues nadie enciende llamas contra llamas sin que ardan los incendios.”

 

 

 

ALADINO EL MARAVILLOSO

 

 

Es a esto, que se cuenta una historia en el Oriente de donde procede el primero de los días, tal que todo puede ser posible, en cuanto que lo fuera más que por lo que se le hiciera, tal que así se nos ofreciera hacerlo, de tal modo que concurriera así en serlo.

…Es a esto que Aladino el maravilloso, pues era un muchacho huérfano, pobre y holgazán, que, sin oficio ni dedicación, osó enamorarse de una rica princesa, bella y hermosa como las piedras preciosas que él siempre oyó en cuentos. Tomó su hatillo, y sin despedirse si quiera de su madre y hermanos, marchó para no volver sino hecho un príncipe. Caminó durante varios días guiado por los rastros del camino que dejara en huellas la princesa y su séquito a su paso hacia las inmediaciones del lugar de palacio, pero no hallaba sendero alguno que le encaminara a su deseado destino. Aladino, que se encontraba extraviado entre la maleza del campo, oyó acercarse unas montaduras a galope que parecían conocer bien las trochas. Se ocultó sin ser visto ni oído y atendió al suceso con curiosa atención. Aquellos jinetes de número incalculable, más o menos cuarenta, u ochenta, contó, se postraron ante la inmensa boca de una cueva lapidada, que al grito de «ábrete sésamo», quedó descubierta a su entrada para este tropel de encabalgados encapuchados. Una vez dentro, el grito de «ciérrate sésamo», clausuró la cueva. Aladino quedó maravillado. Nunca vio nada igual tal como en cuentos. «Es una señal del cielo», se dijo, y permaneció expectante hasta que le rindiera el sueño y éste se le arrebatara por los jinetes que se marchaban.

A la mañana siguiente, al despuntar del sol, Aladino decidió acceder a la cueva mágica por el pretexto de descubrir cuanto se hallara oculto en ella. Así que se acercó a la cueva y pronunciando las consabidas palabras «ábrete sésamo», se adentró. Aladino quedó maravillado al presenciar los tesoros que se explayaban por todos sus rincones. Piezas de oro, rubíes, esmeraldas, diamantes, una infinidad de piedras preciosas, sortijas, diademas, cinturones,… una cantidad indescriptible de incontables riquezas. No había recorrido aún todos los vericuetos sobre los que se expandía aquella fortuna incalculable, cuando oyó una voz ronca y seca que provenía del exterior. Aladino, que había olvidado cerrar la cueva, se estremeció de miedo y se escondió tras un monto de lámparas de oro y plata que le cubría a su altura. Pensó en cerrar la cueva, pero antes habría que escapar. La voz retumbó por segunda vez: «¿Quién está ahí?». Aladino, naturalmente, no respondió. Fue así que de seguido oyó algunos pasos firmes que se adentraban. Aladino tenía mucho, mucho miedo.

Al fin fue descubierto.

  • ¿Quién eres?
  • ¿Eres un ladrón?

 

  • Yo soy Aladino.
  • Busco a la princesa Badrulbudur.
  • Nada tengo que ver con todo esto…
  • ¿A quién pertenecen estas maravillas?

 

  • Yo soy Alibaba. No temas.
  • Tampoco soy un ladrón…
  • Estos tesoros que ves aquí han sido acaudalados por una banda de cuarenta u ochenta ladrones encapuchados que saquean los palacios y castillos, las fortificaciones más guarecidas, los recaudadores reales, y los pueblos y poblados más indefensos.
  • Quiero reponer su daño antes que los malgasten en sus vicios o bien queden confiscados todos por las guardias corruptas del reino a merced de las arcas de los nobles irreverentes.
  • ¡Trabajarás para mí!
  • ¡Te ayudaré!

Aladino, que deseaba imperiosamente contraer méritos para acceder al principado, respondió:

  • Necesito pagar la dote a la princesa Badrulbudur.
  • ¿Me ayudará?

 

  • Creo que la princesa Badrulbudur si es digna de su corazón medirá más sus hazañas que cualquiera de otros bienes…
  • ¡Trabajarás para mí!
  • ¡Te ayudaré!

 

  • ¿Y cómo?

 

  • Tendremos que detener este abuso entre los dos.
  • ¡De momento sabemos cómo entrar y salir de la cueva!
  • Podemos cargar los tesoros a un lugar seguro…

 

  • ¿Y cómo?

Al instante, al tratar de salir de su escondrijo, una de las lámparas que se amontonaban para cubrirle, pareció ser frotada con las manos al tomarla para ponerla aparte, de modo tal que surgió de su interior un genio, tal como en los cuentos:

  • ¿Qué quieres? Heme aquí listo a obedecerte como esclavo tuyo y de todos aquellos que tienen la lámpara en la mano, yo y los otros esclavos de la lámpara.

Alibaba quedó maravillado ante la inesperada aparición.

 

A Aladino, que se estremeció de espanto al ver aparecerse el imponente genio que tan sólo hubo conocido por los viejos cuentos de su infancia, le pasaron por su mente una multitud de deseos que pudiera a bien cumplir. Sin embargo, pensó, todo iría según se hubiera de suceder cada acontecimiento. Al respecto de su idilio con la princesa Badrulbudur no quiso intervenir con encantamientos, pues a esto, y algunas cosas más, deseaba se cumpliesen sus designios de corazón y voluntad propia.

Tomó la lámpara y se expresó:

  • Mi querido genio, ahora no deseo más que encontrar el paradero donde se halla la princesa Badrulbudur.
  • Sin embargo, antes deseo que este tesoro que aquí pisamos sea repartido entre las gentes más pobres de los pueblos y poblados del reino.
  • No así, también deseo una buena hacienda para Alibaba.
  • Quiero que su hogar se transforme desde hoy en el palacio más envidiable.
  • Y que nunca le falten los siervos y todos sus servicios.
  • A él y sus vecinos.

Alibaba, extremadamente agradecido, sin dar fe de lo suceso, desapareció transportado a su nueva residencia, con todos los honores, mientras nuestro amigo Aladino se presentó ante las puertas del palacio de su amada Badrulbudur, custodiadas por su leal guardia real. Tramaba Aladino cómo desear las peticiones a su genio de la lámpara cuando un mago nigromante disfrazado de mercader de falsas joyerías, que pululaba por los alrededores del palacio, en preaviso por sus artes mistéricas, sobre que aquí habría de descubrir al joven Aladino, portador de la lámpara del genio, al cumplimiento de los deseos de su dueño, lo avistó prontamente, como era de esperar por los embrujos de su nigromancia. Se acercó a Aladino, y con mucha discreción, le pidió precio por la lámpara que llevaba oculta en su hatillo.

  • ¿Cómo sabe que oculto una lámpara en mi hatillo?
  • ¡No está en venta!

El mercader, que en realidad era un malvado mago nigromante que buscaba desde hacía años la lámpara mágica sin dar a resultado, conocía por sus cartas astrales las intenciones de Aladino, las cuales trataba de usurpar para disfrutarse de los encantos de la princesa Badrulbudur, y cuantas riquezas atesoraran en sus nupcias.

  • ¡Nunca lograrás tus propósitos sin mi ayuda!
  • … Si quieres desposar con la princesa Badrulbudur, me necesitarás.

A Aladino, que no le conmovía nada en este mundo más que el amor por la princesa Badrulbudur, consideró que las palabras del mercader eran justas. Depender exclusivamente de la lámpara sin el asesoramiento de ningún otro que equilibrara o al menos dispusiera una visión a concernir frente a los avatares y vicisitudes a corregir por la fuerza de la satisfacción de los deseos, no consistía expresamente en la circunstancia deseada más admisible. No así podía obtener consejo en su amigo Alibaba.

  • ¿Quién eres tú?, ¿cómo sabes tanto?
  • ¿Eres un mago, un brujo?

Aladino se estremecía de miedo. Tenía miedo, mucho miedo…

  • ¡Soy el dueño de esa lámpara!
  • Me la robaron unos ladrones. ¡Devuélvemela!

El falso mercader, al ver la oportunidad que se abría ante sus ojos, no dijo nada más de sí a Aladino, sino que pretendiendo culminar su actuación, pues jamás extravió la lámpara, sino que se perdió desechada de las manos de un muchacho huérfano, pobre y holgazán, que sin oficio ni dedicación osó enamorarse de una rica princesa, bella y hermosa como las piedras preciosas, ofreció un señuelo a que Aladino dispusiera así de confianza para él:

  • Esa lámpara me pertenece.

 

  • Toma este anillo y dame mi lámpara en su lugar.
  • Frótalo y verás salir al genio a tus servicios igualmente.

Aladino, aterrorizado, se anudo el anillo y lo frotó levemente. No más que así hizo y lo rozó, se le asomó un genio enorme, con una gran cabezota, ancho y extenso en sus partes altas, discreto y minúsculo en sus pinreles, que surgía como reflejos vaporosos destellantes de la pequeña esmeralda del anillo.

  • ¿Qué quieres? Heme aquí listo a obedecerte como esclavo tuyo y de todos aquellos que tienen el anillo en la mano, yo y los otros esclavos del anillo.

Aladino resolvió de una corazonada el deseo que le instó a formular su petición:

  • Deseo que se cumplan todos mis deseos, pero en cuanto a las voluntades ajenas, que éstas sean propias, y no por encantamiento.

El genio, que reafirmó cumplir con su orden, requirió si se daba algún otro servicio, y se retiró hasta una nueva solícita ocasión. Aladino conmocionado no podía contener su asombro. No así lo cierto es que el falso mercader engañara a Aladino, pues el anillo no entraba en poderes sino en caso de que éste se obsequiara o fuera una entrega ajena de otro. Así hubo de entregar a Aladino lo que para él era inservible, por su sustracción, y que, usando de sus artes, pudiera, abusando de la buena voluntad del muchacho, poner también a su servicio por otros maleficios.

Para el mago estaba resuelto. Pronto obtendría el beneplácito de Badrulbudur, y la heredad del reino.

  • Vendré mañana a recoger la lámpara…
  • Juntos en compañía salvaremos todos nuestros deseos.
  • ¡Deja lo demás en mis manos!

Aladino al ver que el mercader parecía comprometerse con lealtad no dudó en confirmar la cita. El mercader, pues, así se marchó, satisfecho de haber resuelto convincentemente el pérfido intercambio. Pronto la lámpara maravillosa estaría en sus manos. No así olvidó que había conjurado que Aladino nunca entregara lámpara alguna a nadie que no la mereciera, a salvo de su persona, en tanto que su espejo mágico le considerara el más merecedor del reino. Así aquí, al pretender la entrega, debía ser transportado a un bosque embrujado, a que así fuera que se resguardara la lámpara de sus asechadores, sin competencias ni apremios.

Una treta hubiera sido arrebatársela por la fuerza bruta, que, con la ayuda de unos sicarios, hubiese sustraído para siempre de las manos del joven Aladino, herido de muerte para siempre, sin más problemas que crear. Sin embargo, el mago nigromante, tenía reservado para Aladino un puesto a su destino, y, por otro lado, así el anillo, también habría de intervenir a su disposición, en tanto que la buena voluntad del muchacho por la princesa Badrulbudur, se sometiera.

A la mañana siguiente, al despuntar del sol, Aladino, que había pasado la noche adormilado entre unos matorrales frente a las puertas del palacio de la princesa Badrulbudur, se despertó más que por los primeros rayos del sol, por la imperiosa presencia de un pequeño enano feo, escurridizo y saltarín, que le desafiaba a convertir en oro cuanto tocara, siempre que pronunciara las palabras mágicas adecuadas. Aladino, incorporándose de su descanso, preguntaba aún aturdido:

  • ¿Y cuáles son esas palabras?

 

  • ¡Te las diré una vez las merezcas!

Aladino, desperezándose, gruñó:

  • ¡Ya tengo demasiadas maneras de enriquecerme!
  • No deseo más que contraer matrimonio con la princesa Badrulbudur…

 

  • Para esto tendrás que cumplir con las pruebas que el sultán exige al pretendiente de la mano de su hija la princesa Badrulbudur.

 

  • ¿Y tú qué sabes?

 

  • Soy el cuentacuentos del sultán.
  • La lámpara está en tus manos porque eres el elegido.

 

  • ¿Yo elegido?

 

  • Si quieres contraer matrimonio con la princesa Badrulbudur tendrás que cumplimentar las pruebas.
  • O usar tu lámpara…

 

  • ¡Nunca jamás! No soportaría el embate de poseer a la princesa Badrulbudur sometida por el dominio de su corazón.
  • ¡Superaré esas pruebas! Dime qué.

 

  • Tu destino habrá de dártelas. Su término será tu recompensa.

El cuentacuentos desapareció inmediatamente, justo cuando se acercaba desde lejos el mago nigromante vestido de mercader. Aladino, que suponía que el enano hubiera de volvérsele a aparecer, consideró que nada debía revelar sobre su advertencia. Una vez el falso mercader junto a él, le instó a entregarle la lámpara. Aladino titubeó, pero considerando que llevaba el anillo mágico, no dudó más para ofrecérsela sin más remilgos. Fue que fue a ponerla en manos del falso mercader, cuando antes de recibirla, Aladino, con la lámpara en sus manos y el anillo en su anular, éste, fue transportado a un tétrico y obscuro lugar, en el que no se veía más que un frondoso bosque de espantosa arboleda, cuyos árboles, de ramas como brazos, con ojos fantasmagóricos, y bocas depredadoras, esperaban que Aladino entrara en sueños rendido por el cansancio para devorarle. Por otra parte, el mago nigromante, que había quedado defraudado al no recibir la lámpara que hacía ya suya, se estremecía de rabia frente a su mala fortuna imprevista por todos sus sortilegios.

  • ¡Maldita sea la fuerza del corazón impenetrable de este Aladino!
  • Me ha vuelto a suceder otra vez esta misma contrariedad.
  • ¡Mi mismo hechizo te ha salvado!
  • Mi espejo mágico me mintió:

«Tú eres merecedor de la lámpara maravillosa.»

  • Debí caer en la cuenta…
  • ¡Todos los espejos mágicos mienten!

 

  • Aunque no sea merecedor de esa lámpara, ¡la obtendré!
  • Me queda la magia… ¡Don de mi ubicuidad y mi inmortalidad!

 

  • ¡Te superaré, Aladino!

El mago, así, se planteó destruir si fuera necesario a Aladino, aunque para ello hubiera de correr la sangre en todas las naciones de la tierra.

Caminaba Aladino por el bosque tétrico y obscuro, cuando tras vueltas y vueltas, le aconteció el cansancio. Aladino sabía que dormirse era el final, pues aquellos árboles le engullirían. Así que, llegado al término, Aladino, decidió usar el servicio del genio de la lámpara.

  • Deseo que conviertas este bosque maldito en un bosque encantado.

 

  • Lo siento, mi amo.
  • No se nos permite deshacer otro encantamiento.
  • Tan sólo pudiera ayudarte a realizar un encantamiento que te ayudara a superar estas adversidades que habrás de enfrentar tú.

 

  • En definitiva, todos los deseos son respetables.

 

  • Tan sólo aquellos vanos pueden encontrar su desencanto.

Aladino, rendido al sueño, pensó que pudiera desear salir de allí a cualquier otro lugar, sin embargo, sospechaba que entonces sería aún más pernicioso. Así que decidió desear no rendirse al sueño hasta atravesar el bosque en cumplimiento al destino al que se le exponía. Y así fue concedido.

Aladino, que no podía distinguir entre aquella espesura el día de la noche, se apareció en su deambular ante la presencia de un palacio que parecía ruinoso. Aladino se acercó sigilosamente a las puertas del palacio por comprobar el estado del edificio y sus habitantes, si los hubiera, sin obtener más observancia que la desolación. Decidió entonces así penetrar al interior de los muros, cuando una espantada de cuervos y otras aves mudaron de ramal. Tras atravesar un lúgubre jardín accedió al palacio. Tanto la guardia como la servidumbre, y toda la corte, se postraban en sus sitios asistidos por un profundo sueño. Aladino, que tenía miedo, mucho miedo, avanzó hasta subir a las dependencias de la realeza. En el salón familiar todos estaban dormidos. Así que Aladino comprendió que efectivamente se trataba de un perverso encantamiento.

Trataba de comprender el inverosímil suceso cuando sobre el alféizar de una ventana se posaba una simpática y variopinta rana que no cesaba de croar. La rana de un salto se posó ante los pies de Aladino, que se alarmó por la actitud insistente del anfibio. La rana no concluía su croar, de modo tal que, Aladino, tal como en cuentos, decidió tomarla en sus manos y, con cierto recato, la besó.

Al instante, la rana se transformó en el sultán padre de la princesa Badrulbudur que le besaba y abrazaba imperiosamente por haberle liberado del hechizo al que hubiera sido sometido por la mano del mago nigromante:

  • ¡Mi querido Aladino! Cuánto tiempo a tu espera…
  • El malvado mago nos engañó.
  • Al cumplimiento de su nigromancia, nos sumió en este hechizo.
  • Tú nos liberaste…
  • ¡Te recompensaré!
  • El mago busca la lámpara maravillosa sin descanso, a cualquier precio.
  • ¡Yo soy el sultán, padre de la princesa Badrulbudur a la que amas!

 

  • ¿Cómo sabe de mí?

 

  • ¡Pronto lo comprenderás!
  • Ahora besa a Badrulbudur.
  • Tu prometida.

Aladino, se acercó a la princesa, y besándola tiernamente, despertó. Badrulbudur recuperaba así su hermosa figura, y el resto del palacio así sus composturas propias, despertando del letargo. No así, tal cual Aladino hubo besado a la princesa Badrulbudur, resonó un estrepitoso estruendo y Aladino fue transportado de seguido a un tétrico y obscuro lugar, en el que no se veía más que un frondoso bosque de espantosa arboleda, cuyos árboles, de ramas como brazos, con ojos fantasmagóricos, y bocas depredadoras, esperaban que Aladino entrara en sueños rendido por el cansancio para devorarle. Aladino, que conocía como atender estas situaciones, solicitó al genio de la lámpara que vigilara no le rindiera el sueño hasta cumplir con la finalidad de este entuerto. Así que caminó hasta rendirse, y una vez lo hizo, solicitó al genio de la lámpara cuidara de él hasta que alcanzara el palacio oculto. Y así fue que sucedió.

Frente a Aladino se erigía un palacio oculto que parecía ruinoso. Aladino se acercó sigilosamente a las puertas del palacio por comprobar el estado del edificio y sus habitantes, si los hubiera, sin obtener más observancia que la desolación. Decidió entonces así penetrar al interior de los muros, cuando una espantada de cuervos y otras aves mudaron de ramal. Tras atravesar un lúgubre jardín accedió al palacio. Todos sus habitantes eran chimpancés que lloraban desconsolados, de tal manera que comprendió que se trataba de un perverso encantamiento. Los llantos se esparcían quejumbrosos por todos los rincones del palacio, tanto en las residencias familiares y dormitorios como en los salones y recibidores. Los llantos eran tremendamente ensordecedores, e incluso así, a los chimpancés, no sólo les impedía realizar las tareas cotidianas humanas sino también su propia habla. Lo cierto es que a los chimpancés se les dificulta por su naturaleza su llanto, y es claro que no hablan ni laboran, no en tanto a que se les dispusiera a acometerlo por una orden suscrita superior. Así que estaba claro que bajo este maleficio se hallaban misterios incomprensibles aún por elucidar sin más respuesta que la hechicería. Y aquí, a este encantamiento, era que los habitantes del palacio se entregaban a las órdenes de la magia de su hechicero.

Aladino, subió hasta las salas familiares del palacio, cuando uno de los llorones chimpancés, se le abalanzó a sus brazos. Se abrazaron contundentemente, y al instante, el chimpancé se descompuso, y se le presentó instantáneamente la figura de su amigo Alibaba, junto al resto de los moradores del palacio que se transformaron en sus humanas efigies.

  • ¡Mi querido Aladino! Cuánto tiempo a tu espera…
  • Soy tu amigo Alibaba.
  • ¿Me recuerdas?
  • El malvado mago nos engañó.
  • Al cumplimiento de su nigromancia, nos sumió en este hechizo.
  • Busca la lámpara maravillosa.

 

  • Este es el palacio que me regalaste.
  • Ya que nunca estuviste aquí…
  • ¡Bienvenido seas!

 

  • ¡Se acabaron al fin nuestras penas!

Aladino quiso que Alibaba estuviera protegido en lo sucesivo. Para ello entregó su anillo a su amigo y le advirtió que el único impedimento pronunciable era que nunca podría hacer encantamientos sobre otros encantamientos. Alibaba quedó maravillado de la buena nueva, y reclamando al genio del anillo, expresó:

  • ¿Qué quieres? Heme aquí listo a obedecerte como esclavo tuyo y de todos aquellos que tienen el anillo en la mano, yo y los otros esclavos del anillo.

 

  • Quiero para mi amigo Aladino que su hogar se transforme desde hoy en el palacio más envidiable, y así sus convecinos disfruten de la misma gloria.
  • ¡Y qué nunca le falten los siervos y todos sus servicios!

 

  • Sus deseos así serán cumplidos.

Al instante, Aladino, fue transportado a su viejo hogar donde su madre y hermanos le esperaban con aflicción. Al verse todos envueltos entre tanto lujo a su regreso, pensaron que Aladino había cometido alguna fechoría. No así, cuando todo fue aclarado, lo celebraron y disfrutaron sin más dilación. Aladino, que tenía planeado visitar al agradecido sultán a la mañana siguiente, guiado por sus nuevas tropas al presente de la princesa Badrulbudur, decidió poner fin a la innecesaria cumplimentación de deseos restantes, en tanto a la consecución de sus propias aspiraciones logradas y por lograr. Fue así que fue que invocando al genio de la lámpara, le habló:

  • ¿Qué quieres? Heme aquí listo a obedecerte como esclavo tuyo y de todos aquellos que tienen la lámpara en la mano, yo y los otros esclavos de la lámpara.

 

  • Mi querido genio, deseo que descanses.
  • Has cumplido con todos los mandamientos que se te han mostrado.
  • Ahora deseo que disfrutes tu libertad.

 

  • Mi amo, tu deseo es para mí un gran honor, jubiloso y grato.
  • Si no hay más, aquí me retiro.

De repente, el genio sobrevoló por los aires, y tal como una estrella fugaz, se disolvió en los cielos. Alibaba, por su parte, no se separaba del anillo que su amigo le había confiado, no fuera que la necesidad imperiosa y siempre imprevisible, les urgiera al uso de sus encantos en este mundo. A Aladino, que indicaba a la servidumbre el retiro a los aposentos para pasar la noche, se le presentó una visita inesperada. Como surgido de los cielos, se le reapareció el enano cuentacuentos del sultán.

  • Aquí vengo, como me pudiste prever, a entregarte la clave a la pericia de la alquimia.
  • Santa gracia la que te habrá de cubrir el encanto en tu persona.

 

  • ¿Y a qué, si todo está resuelto?
  • ¿Es qué hay que prevenir necesariamente incluso lo imprevisible?

 

  • Es deseo del sultán que obtengas esta distinción.
  • Sobre algo se asentará su dicha.

 

  • Si es así, aceptaré complacido…
  • ¡Pues amo a Badrulbudur!

 

  • «Oro… ¡ábrelo todo! Venga esto a mi tesoro.»

El enano, cauto al pronunciar el conjuro, no lo oyera más que Aladino, realizó sobre su frente unos gestos simbólicos, y en compañía de unas oraciones silenciosas en un idioma desconocido, dijo que había activado estas palabras mágicas en su voz. Tan sólo él era portador, aun no convenía divulgarlas por su protección.

  • ¡Compruébalo!

Aladino se dirigió a un jarrón, y pronunciándole las palabras mágicas: «Oro… ¡ábrelo todo! Venga esto a mi tesoro.» se metamorfoseo de porcelana y hojas florales en auténtico metal áureo.

  • ¿Y ahora, qué?

 

  • Felices sueños…

Y desapareciendo el enano cuentacuentos, conminó a Aladino a retirarse a dormir, tal como el resto de su familia, que yacía ya ha tiempo en sus nuevas camas.

A la mañana siguiente, al despuntar del sol, Aladino, sin despedirse si quiera de su madre y hermanos, bajó a las cuadras y ensilló junto a sus guardias dirección al palacio de Badrulbudur. Allí de seguro el sultán le esperaría tan impaciente como su princesa deshechizada. Había cumplimentado todas las pruebas, o al menos eso se aparentaba. A medio camino, antes de llegar al palacio de Badrulbudur, los caballos se inquietaron como posesos por un peligro impredecible. A su frente, una partida de caballeros obscuros enmascarados, asaltaban a la caballería de Aladino y toda su guardia. Aladino dio orden a sus caballeros de retenerse, y dejó pronunciarse al líder de aquella banda de ataviados soldados malignos:

  • ¡Alto a los del camino!
  • Quiero que nos entreguéis a Aladino y su lámpara maravillosa.

Aladino, que reconoció en el encapuchado al mismo mago nigromante que se hizo parecer como mercader, objetó:

  • Tendréis esa lámpara maravillosa…
  • En cuanto a mí, tengo el poder de convertir en oro todo aquello que desee.
  • ¡Así que os serviré de este modo!
  • ¡Fijaos bien!

Aladino, apuntando sobre una desmesurada roca que se postraba junto al camino, pronunció las palabras mágicas secretas, y la roca se reconvirtió al acto en oro purísimo. El mago nigromante, que se hacía pasar por el jefe de estos caballeros obscuros, se maravilló de la gesta lograda por su émulo Aladino.

  • ¡Tengo destinado para ti un puesto en mi corte!
  • ¡Dadme la lámpara u os fulminaré para siempre como un rayo desde los cielos!

 

  • ¿Y cuál es ese puesto?

 

  • ¡Antes dadme la lámpara!

Aladino, que había montado su lámpara entre los enseres de sus alforjas como una de las reliquias para el sultán en muestra a las peripecias de sus periplos, y sabiéndose ésta inofensiva en todo momento, engañó al mago, y se la entregó.

Los cuarenta u ochenta caballeros obscuros que acompañaban al mago nigromante, que no eran más que nobles corruptos y sus secuaces, atraparon a Aladino, que dio orden a su caballería de no intervenir.

  • ¡Al fin la lámpara!
  • ¡Ahora sabrás que poseeré el reino!
  • Yaceré con la princesa Badrulbudur y todas las damiselas que se me antojen…
  • En cuanto a ti…

 

  • ¡Te convertiré en un pequeño enano feo, escurridizo y saltarín!
  • Serás mi cuentacuentos, y no habrá para ti otra virtud más que convertir en oro lo que a mis órdenes cumplas.
  • ¡Tus pertenencias serán mías!
  • Y serás fuertemente castigado a latigazos si incumples con tus obligaciones y mis deseos.

El mago, que comenzó a frotar la lámpara con insistencia, no veía surgir de ella genio alguno. Frotaba y frotaba, sin obtener su aparición.

  • ¿Dónde está el genio?

Frotaba y frotaba el insaciable mago nigromante.

Aladino dijo:

  • ¡Serán los rayos del sol!
  • Si la posición de los astros cubre los rayos del sol, no aparecerá jamás.
  • ¡Tú debieras saberlo bien!

 

  • ¡Granuja, truhan! ¡Holgazán!
  • ¡Encontraré al genio se encuentre donde se encuentre!

 

  • ¡Te superaré, Aladino!

Y así que, dejando en paz a Aladino, el mago marchó surcando los cielos con su caballería alada por encantamiento a mejores lugares o épocas en las que retomar la búsqueda de su pretendido genio. Aladino, por su parte, tomó la roca que hubo de convertir en oro, y la enganchó a remolque para arrastrarla hasta el palacio de Badrulbudur. Así, el extravío de la lámpara, la que había tenido intención de presentar al sultán como prueba inequívoca de cuantos sucesos le antecedieran, impidió más que nada, que, mostrase la prueba fehaciente de estos infortunios, y, no en tanto, el relato concerniente del desenlace de esta última correría con el mago nigromante. Una vez atravesada la vereda del río adentro, se avistó el palacio de Badrulbudur sin otra contrariedad. Era así pues que los mismos caballos conocían el recorrido. El sultán, al ver aparecer en montura por el campo a Aladino con una tropa, abrió las puertas de palacio, y corrió a su encuentro, no sin poner a previo aviso a su hija Badrulbudur, se acicalara a recibir su futuro esposo. Una vez dentro, en el salón familiar, Aladino les contó sus andanzas. Cuando completó su narración, el sultán tomó la palabra:

  • Hace mucho tiempo hubo un sultán muy desdichado que tenía una hermosa hija llamada Badrulbudur.
  • Así que estaba arruinado porque una banda de cuarenta u ochenta caballeros obscuros había saqueado el renio.
  • Un mago nigromante le prometió devolver las riquezas de su reino si así fuera que desposara con su hija la princesa Badrulbudur, y le tomara por heredero.
  • El sultán, que asintió ante este maleficio, supo por su cuentacuentos de un muchacho huérfano, pobre y holgazán, sin oficio ni dedicación, que osó enamorarse de la princesa Badrulbudur.
  • El sultán decidió, que, si este joven se hacía merecedor de la princesa, salvaría el reino junto a ella, y toda la heredad.
  • Ese joven, mi querido Aladino, soy yo.

Fue así que apareció a su entrada la sultana Badrulbudur, de belleza inigualable, portentosa en sus encantos. Aladino, conmocionado por la historia del sultán, no supo qué responder. Se consideraba desde ahora elegido heredero sultán del reino, que habría de defender con todas sus posesiones, habitantes, y muy decididamente, a la princesa Badrulbudur.

 

Y aquí que se acabara la aventura de Aladino el maravilloso, fuera que se mostrara como indicio de sus poderes la roca de oro, y otras partes más, que así las dictara la necesidad, se reconvirtieran al preciado metal. De modo tal que nunca más el reino hubiera de carecer de bienes ni aún cuando ningún mago retara su prosperidad. Es así que el sultán, que murió muy viejo, hizo saber a Aladino que el hechizo se hubo efectuado durante varias generaciones, y que ésta, la suya, habría de ser la última. No así, a su muerte, el enano feo, escurridizo y saltarín, les contó que un mago nunca depone, y que pudieran pasar los siglos antes que volviera a usar sus dotes nigrománticas.

Por su parte Aladino consideró que no había por qué ser tan cauto y precavido, en tanto que los sucesos venideros habrán de sucederse igualmente, aunque se les contrariaran o se les fomentaran. En todo caso se poseía la gran dicha de ser un sultán muy afortunado, puesto que virtuosamente tenía la capacidad, heredada por sus antecesores, de convertir en oro cuanto desease. En cuanto a cualquier imprevista adversidad confiaba, a pesar de todo, más en la fuerza de la voluntad que en la del destino.

Así, Alibaba, que frotaba el anillo en su palacio para invocar la gracia de su genio, dado que se poseía cuanto se deseaba, a más que a la necesidad se cumplía, a la vez que su amigo Aladino, sugirió:

  • Deseo que se cumplan todos mis deseos, pero en cuanto a las voluntades ajenas, que éstas sean propias, y no por encantamiento.

El genio, que reafirmó cumplir con su orden, requirió si se daba algún otro servicio, a lo que Alibaba respondió:

  • Mi querido genio, ahora deseo que descanses.
  • Has cumplido con todos los mandamientos que se te han mostrado.
  • Ahora deseo que disfrutes de tu libertad.

 

  • Mi amo, tu deseo es para mí un gran honor, jubiloso y grato.
  • Si no hay más, aquí me retiro.

De repente, el genio sobrevoló por los aires, y tal como una estrella fugaz, se disolvió en los cielos. Fue que repentinamente un temblor de tierra sacudió el palacio, y penetrando por las ventanas y balcones una humareda espesa, viscosa, y cegadora, se arremolinó surgiendo de allí el mago nigromante deseoso de su poder supremo.

  • ¡Ese es mi anillo!
  • ¡Devuélvemelo!

El mago no tenía otra intención más que recibir el anillo obsequiado para así poder usar sus poderes.

Alibaba, que sabía cómo encartar la situación, sin más premuras entregó el anillo al mago, que se marchó por donde vino encantado al fin de obtener para sí el poder supremo, junto a sus dones nigrománticas de inmortalidad y ubicuidad. Nunca más se supo de él. Sólo que se le veía en las noches de luna llena, sentado aquí y para allá en los cielos, frotar y frotar la lámpara y el anillo, a la búsqueda del regreso de los genios.

 

Y es aquí que los cuarenta ladrones, que pudieran ser ochenta, conspiraban en sus antros y mazmorras cómo regresar a la cueva donde Aladino halló la lámpara perdida. Golpe de mala suerte, que, al desecho de la lámpara por imposible, repusiera sus virtudes en tanto así los genios consideraran el merecimiento. Y es así que, desde entonces, en el reino del sultán Aladino y la sultana Badrulbudur, los sospechosos de brujería se interrogan y castigan con crudeza, no fuera que regresando al pasado, reinstauraren el tiempo de los genios en manos de los magos nigromantes.

Y así, felices, mientras comieran perdices…

 

No a esto, el pequeño enano feo, escurridizo y saltarín, cuentacuentos del nuevo sultán, propuso, tal como en los cuentos:

 

“Así que, contados estos cuentos, tantos que contados a la cuenta de la historia de los cuentos, conté que a la historia de los cuentos suman estos cuentos, que han sido contados aquí para las cuentas con las que contarse los cuentos sea una historia contada posible.”

“Es por esto que estos cuentos, con un fin en sí mismos, se cuentan por sí solos, a que su fin concluya como ha de concluir un cuento: colorín, colorado…”

 

¿Bailamos, mi querida Badrulbudur?

 

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