LA CONSPIRANOIA DE LOS ECUMÉNICOS

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(RELATO BREVE)

 

Así como el cáncer prescribía no se comprendía en las pruebas de laboratorio médico causa alguna a su manifiesta extinción. Lo cierto era que remitía inclusive sobre los órganos vitales afectados. Esta disposición era insostenible por la ciencia. El Santo Padre elevaba sus plegarias a Dios. Pío VII respiraba con profundidad sobre su hálito imperecedero de vida. La complacencia divina por la que se le otorgaba el beneficio de la sanación en la sacra imposición de pulcras y sapientes manos transferentes no convencía las conclusiones de los doctores asistentes. El doctor Balthazard Claraz titubeaba ante prontas conclusiones presuntuosas. Dadas así las estrambóticas hazañas del Vaticano, Napoleón muy a pesar de su excomunión, dispuso a regresar al Papado a su lugar de costumbre en la Santa Sede en Roma, aunque esto así supusiera el fin de la guerra aún contra a su favor ad fundum. La controvertida revelación le imponía la reverencial actitud. Por otro lado, el cónclave sinodal dilucidaba que el milagro en su afección no era así sino la propiedad del Santo invocado en oculto por sus asistentes espirituales, aquellos que hubieran así decidido proponer una renovación en las energías vitales del Papa Pío, profesas a la insuflación divina en sí misma. El doctor Balthazard Claraz observaba la evolución del entramado. Todo cuanto hubiera de examinarse compondría el resultado óptimo a la conclusión sin eximentes a la salud universal. Era así el inicio del combate de la muerte con la muerte.

Citó a la buena madre de Napoleón, mujer consecuente y altiva, y la conminó al Papa. No fue necesario, más que ésta en la defensa de su propio hijo y su propia fe, considerara un grato honor presentarse ante Su Santidad.

 

 

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Pío VII Concertando a sus obispos en las vísperas de su resurrección proponía una encíclica incuestionable a la implantación y ejecución de los milagros por curaciones taumatúrgicas. Médicos y científicos consideraban inexplicable estas sorpresas de la naturaleza. Del mismo modo, Napoleón Bonaparte, fue así herido en un contrataque en Ratisbona. Estuvo a punto de perder la pierna a cargo del doctor Balthazard Claraz. No así, a la atención de esta invocación profética propiciada por el padre Pío de Pietrelcina, a la petición explícita a la señora madre de Napoleón I en el encuentro con el santísimo pontífice, evitó su amputación y su muerte. Cuestión del tiempo e historia que el mismo Dios forjara en su expresa voluntad insuflada al ser humano. No así el cuerpo médico más afín a la diferencia espiritual consideraba que estos efectos se expresaban por una fuerza o convicción de fe intuitiva que remitía los males expuestos sin orden de clarividencia. O quizá así por la acción benefactora de Nuestro Señor. El propio Papa Pío VII insistió que esta fuerza o fe del cristiano promovía la asistencia contra los auténticos orígenes diabólicos de la enfermedad en el hombre. La ciencia, así consideraba, escudriñaba sobre las posibilidades materiales de su suscripción y exterminio. Napoleón, muy probablemente influido por la piedad de su santa madre, más allá de su afecto accidente, sugirió así pues absoluto silencio en el nombramiento al respecto de los contenidos de las situaciones confesas hasta que se solventaran por las partes los desencuentros sin más leña al fuego que atizar. Pío VII le adscribió pues la misiva en secreto de confesión no sin expresarle su convicción de que Dios está por encima de todas las cosas humanas y espirituales, enfermedades y plagas de animales, y otras contrariedades de la vida y la existencia.

Napoleón I reconocía así su protagonismo histórico. Deportado a la Isla de Santa Elena, después de su fracaso en la batalla de Waterloo, sugirió la confesión al Papa. La señora madre de Napoleón perjuró al Papa que éste se decantaría por el bien de Europa y su Papado. El Papa asintió a pesar de su excomunión. Napoleón intuía que aquí se le daba su final, a corregirse mediante la vigilancia y protección de éstos los sacerdotes propicios a una misma clase religiosa, que excesivamente numerosa y también perseguida en Francia durante el transcurso de todo el proceso revolucionario, fue así igualmente castigada y a más liberada de sus mismas diferencias sociales. Napoleón falleció reconciliándose aquí de nuevo con la comunión de la fe católica y expresando sus secretos, deseos y rendiciones a la Santa Sede. Era pues que la casa de los borbones se instauraba y propalaba en sus tierras adscribibles, mientras Napoleón I revocaba con su muerte, su excomunión absuelta en el exilio. Quizá tan sólo un milagro resurgente, más allá de las enfermedades como limitación al resguardo de una mundanidad diligente, propiciaría una entronización fehaciente a la superación de una mortalidad humana en la figuración de un Dios recursivo. Esto así no se mostraba más que como una falacia, imposibilidad fantasiosa a la creencia demiúrgica de un Dios más bien fabulado como una entelequia que como una revelación. No obstante, así el Papado disponía aquí de documentación y significación excelente que valorar a su exclusiva. Era pues que España constituía aquí la asignatura pendiente para los borbones. Fernando VII traicionaba a la Constitución de Cádiz e Isabel II no hallaba sucesor. El Papa Pío VII sucumbía tratando de instaurar la fe como un artículo necesario a la razón. Había experimentado en sí mismo estos testimonios taumatúrgicos por expandir hacia el multiverso humano. No así sus sepelios presentes daban muestra de un destino común e insoslayable, aunque expresos en la creencia natural de una existencia humana en su trascendencia inmaterial innegable. El convenio a concertar los aspectos concernientes para una humanidad cuya espiritualidad alumbre en su asistencia el marco de una composición mundanal, constituía el asentamiento de la necesidad religiosa como expresión de una teosofía intrínseca. El nuevo Papa León XII y el monarca Luís XVIII de la casa de los borbones, asentían a un mutuo acuerdo de gobierno seglar, pacto que implicaba el continuo seguimiento de inclusión y renovación de la curia y su feligresía, aunque significara así la coparticipación con la masonería destinada ésta, eso sí que sí, a su exclusión funcional.

Así era como Napoleón I, enemigo de todos, salvaguardaba los designios de nuestra codiciable Europa.

 

 

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Él estaba presente, así como algunas veces que otras también las estuvo. Sus apariciones se habían sucedido así durante la edad media en la anunciación correctiva del simbolismo del Apocalipsis. Manifiesto aquí por siempre frente a todos y cada uno de sus correligionarios devotos. Esta era ahora su anunciada parusía hereditaria. Aquí Cristo Rey no habría de instruirse hasta la pacificación universal por el pueblo judío en su leyenda a Yahvé en Sión con la entrega del Arca de la Alianza, en posesión del pueblo de Axum a la designación de sus gobernantes. El cónclave sinodal decretaba, que, desde los subsiguientes Papas designados hasta el nombramiento de León XIV, estas escrituras irrevocables permanecieran ocultas al pueblo seglar, así a su cumplimiento contra el desprecio por un preaviso continente. Él estaba presente y en desacuerdo, como uno más. Mitigado en sus funciones y decretado protegido de la intemperie mundanal por el responsable advenimiento de la curia como único resucitado en gracia.

 

«Él lo sabe todo»- Expresó León XII.

 

Así el cónclave sinodal mostraba su extrañeza y su fervorosa veneración. Entonces Él, al cumplimiento de su voluntad, reapareció por cinco veces en la simultaneidad. Los obispos y cardenales conocían sus apariciones, pero no habían experimentado más encuentros que el que se les había dado y por el que se les instruía desde los Cielos. El temor a una incautación demoníaca situaba estas encomiendas sacerdotales a la obediencia como integración del amor divino. Es así Cristo que por este amor sea dispuesto a tomar los esponsales con la Iglesia sobre su coronación hereditaria y sempiterna. A la reserva futura de los compendios transferidos al Papado de León XIV.

Luis XVIII, que quebrantaba la participación ante estas apariciones como fabulosas e imaginarias, soslayaba así y aquí cualquier interferencia religiosa, delegadas a las funciones jerárquicas del clero. Fernando VII en España había renunciado a la Constitución de 1812, que no así habiendo sido así apoyado por Luís XVIII contra sus liberales, suscribió por vinculación la Carta de 1814, u otorgamiento constitucional a los efectos deferentes del propiciado absolutismo español, y sus propias conveniencias no tanto en Francia sino por todo el orbe gobernable. Ciudad del Vaticano, con León XIV al frente, rememoraba así las celebérrimas apariciones secretas en concierto de Nuestro Señor Jesucristo, y vaticinaba el concilio ecuménico de 2049.

Europa concordaba su transnacionalidad hacia el futuro en la integridad común de un planeta plural, exento de convicciones e imposiciones bélicas y autoritarias en su tratamiento oral y sus costumbres.

 

 

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El grupo de conspiranoicos interculturales se extendían así y aquí en la sospecha generalizada y popular que tanto el clero como la clase política interactivas confabulaban contra una humanidad tanto creciente como selectiva. La consideración del ocultismo, a sus constituyentes como modo de viabilidad de trato ciudadano, por una hipotética calidad de vida insostenible, más que por ciudadanos dominantes sobre la brutalidad de la competencia, fuente de la observancia relacional humana, revelaba la debilidad a los aspectos concernientes a su realización. León XII, coetáneo de Luís XVIII, conocía éstas sus inferencias desde los orígenes hasta los tiempos suscritos por Nuestro Señor. Su Papado consistió en rescatar de la nihilidad secretista, la iluminaria coparticipe no eximente. En cuanto al reinado de la casa de los Borbones se transfirió a España por designación eclesial más que por designaciones políticas, así la revelación e instauración de la entronización de Cristo Rey en su segunda venida apocalíptica. La voluntad popular ejercía aquí el cargo de su propia derogación. La Iglesia proponía su deliberación al pueblo de Dios. No así los conspiranoicos ecuménicos, que habrían de conformarse tras el concilio Vaticano II en la mixtificación a la palabra presente sobre la instrucción de la carne y el espíritu del libertador, desconfiaban así aquí pues en sus entendimientos a cuantas fatalidades innegables se propiciaran a toda naturaleza humana.

El reinado de Juan Carlos I de Borbón y Borbón en España sostuvo los principios por los que mantener fuera de la participación e influencia al grupo de conspiranoicos ecuménicos y sus relacionales en tanto a una solvencia histórica a su heredad. El cáncer remitía a las prescripciones médicas e inclusive mistéricas. La adopción del sufragio universal en un régimen parlamentario constituyente por Juan Carlos I sostenía la adquisición de mejoras en las acomodaciones sociales de los españoles que propiciaban un cambio cultural en Europa al aporte de un arraigo propio singular. Las ciencias humanas se expresaban tal que en su influencia extraordinaria. Aquel cáncer que sucumbió a una distorsión destructiva, no más que a la incomparable mostración de cada ejemplaridad en la incipiente enfermedad indefinible, pasó del padre Pío de Pietrelcina a nadie. Así aquí la malignidad de la enfermedad se contempla como una disección entre las realidades o dimensiones que se interrelacionan herméticamente en la comprensión humanística y teosófica cuyo estudio advoca la propia medicina en sí.

Juan Carlos I entablaba una exegética con Pío de Pietrelcina. El ecumenismo habría de superar su univocidad, en tanto que conllevara a la humanidad así hacia un convenio concordante a los límites absolutos y totalitarios de su expansión improrrogable. Así decretado por el cónclave ecuménico la colaboración con los Estados componentes en el Congreso de Viena con el que se ponía fin a la edad napoleónica, Pío de Pietrelcina, en su cabal santidad, promovía la instauración de la corona en España de Juan Carlos I como inicio de la concordia mundanal. Aquí proliferaría el desacato y la desconfianza por la contingencia de la casa de los Borbones. No así, se expresaba el advenimiento del Padre Pío, tal que la conspiranoia sucumbiera. Puesto que Napoleón aportaba así su propia derrota en cuanto a la unificación de Europa, así Juan Carlos I de Borbón y Borbón – Dos Sicilias asistía al principio del fin de las enfermedades dado en las presunciones de las profecías de San Malaquías. Esto se componía con el peligro de una humanidad terminal en el abandono jerárquico y totalitario, sometida al rigor de su decantación y reutilización de sus principios. Así, al resultado subsecuente de estos pensantes conspiranoicos, se obstruyen en promoción a sí mismos en cuanto a la misma conspiranoia construida, como surgentes pues así sobre la deificación o demonización de líderes entre los ciudadanos partícipes, los cuales obstaculizan el nombramiento de las necesidades del salvífico pueblo de Dios, a su unificación bajo la protección del Señor y Redentor, advenido por los siglos de los siglos.

Franco y Hitler pudieron ganar aquí la guerra, pero sucumbieron al gobernar así en sus caudillajes. La estela de muerte, horror y contrariedades políticas, sociales, y culturales que establecieron impugnando toda manifestación libre del ser humano, a más de su convivencia racional contra la iniquidad formal y espiritual de la estancia humana en la pluralidad mundanal, enardecieron protagonismos y antagonismos, que hasta los días vigentes han sometido a sus adscriptos por la despersonificación y su alineación alienante. Neocapitalismo y neocomunismo absorben su enemistad común, hasta que por conspiranoia, se decrete cualquier clase de influjo degradante. Aquí los hospitales fundamentados en el servicio decretado por el doctor Balthazard Claraz, instaurarían las ciudades terráqueas devinientes.

El ecumenismo universal, tanto político como religioso, desterraba aquí a la conspiranoia en su significación crítica no constructiva. El hecho de sospechar y desconfiar ante la inminencia discursiva y proactiva, secretista y maquiavélica, por parte de una ciudadanía afecta en la enfermedad común, en contacto con una sociedad corrupta e irreversible por la imbricación del mal, sugiere aquí un chorismos en acción, que más allá de la conspiranoia, detenga así pues esta proliferación de una aversión humana contra la misma humanidad, que forma así parte de los planes conspiranoicos a destituir, quizá como conspiranoicos a destituir «los planes». León XII proclamaba a éste el inicio del apocalipsis y su parusía. El mal sucumbe en su oriunda enfermedad por la mano relevante de los Santos y sus resurrecciones.

Dada la edad humana contra la afección corrosiva por la materia y su ascensión al espíritu, no se incorporaban por su voluntad a la Creación divina y la recreación humana en sus proposiciones, disquisiciones negligentes detonantes de la conspiranoia a la perpetración. Los abogados del diablo o cuerpo de defensores satánicos en su conciencia dilucidadora potencial auspiciaban así su enemistad fundante. Estos preavisos y fatalidades anunciados en la fe y la hora de Nuestro Señor, se daban así y no sin más en el seno de la Iglesia para su preservación epistolar y apostólica en la palabra del justo profeta y guerrillero San Malaquías. Sus enseñanzas bíblicas pronunciaban la disección a renuncia absoluta del mal.

 

Juan Carlos I marcaba los inicios para superar el cáncer de piel. Sus frecuentes viajes a los Emiratos Árabes excedían la importancia de sus alcancías y sus otras satisfacciones, no sino más que a la recuperación y establecimiento de su salud integral. Al mismo modo este interés se unía a la colaboración transferente con el desarrollo islamita de los emires. Esto es así que las religiones abrahámicas ofertaban pues indefectibles la parusía pendiente. En su caso Buda había sido llamado a llamar a todos y cada uno de los hogares de Europa. En realidad, el Santo Issa fue llamado a ser Jesús.

Los frecuentes viajes de su Majestad a oriente medio delataban el objeto primordial de una generación suscrita a la banca suiza. Europa, escalaba sobre el frío hielo bajo un tórrido sol luminoso de una tierra reverdeciente.

 

 

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El concilio ecuménico de 2049 habría de comprender que las premoniciones del pasado se referían a la salvedad de la debilidad de las almas convenidas. Era pues que el ecumenismo tendía a construir una humanidad global exenta de expresión y directriz. No así pues el miedo a sucumbir en la hecatombe plural o su subrogado resto en la vía de la negación a este sentimiento como motivante de la necesidad de un cónclave ecuménico, en tanto a su observancia y dilucidación, habría sido detestado. El fin del mundo había sucumbido. El mal se sustraía contra toda locución inherente. El planeta tierra y sus heredades pertenecían ahora a su raza humana benefactora. Construir la pervivencia implicaba asimilar su constancia y su permanente liberación. Dios uno y trino, y los cristianos en su común unión, preservarían la humanidad a sus cuidados por los siglos de los siglos.

Entendido aquí y ahora el ecumenismo como huella del cristianismo entre los pueblos de la humanidad, se sustentaba el nombramiento de una voluntad divina unívoca y unigénita. Era pues así que el receloso espíritu de la conspiranoia aguardaba a contratacar contra la pacificación y la extinción del mal en toda acepción. No se daba pues más que la hora de demorar el fin de un fin inacabado a la presentización innecesaria de una conclusión explícita. Era así como la conspiranoia remitía a una nulidad invalorable.

El Papa León XIV, ante la naciente y creciente Europa, exenta ya pues de su «mitológico rapto» a la vulnerabilidad de su correlativo entendimiento, instaba a sus gobernantes a sobresalir como efectivos de la pacificación y la unidad humanas. Aquí pues el concilio ecuménico y sus adversarios instituían un acorde contra la obligación de credo. La libertad y la liberación fluían al unísono mientras que la conspiranoia cedía al amor incondicional y su inclusiva parresia.

Así, aquí y ahora, Europa, abanderaba la regencia en su respuesta desde los remotos orígenes primitivos demarcados al fin de la parusía, y así sus principios irremisibles sobre una eternidad en toda dimensión aplicable. Es así pues su gobierno la centralización de las oponentes discordancias que de sí misma refractan.

 

«Él está ya entre nosotros».

 

El doctor Balthazard Claraz redactaba su informe clínico.

 

 

 

FIN DEL RELATO

ANDRÉS PABLO MEDINA

 

 

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