ANIMALIBUS (NUEVE RELATOS BREVES)

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 ANIMALIBUS
(Serie de relatos del I al IX)
El Autor: Andrés Pablo Medina
 
 


ANIMALIBUS I

 

 
El castillo de «naipes caleidoscópicos» satánicos, se les vino abajo antes de que sus dioses pudieran disfrutar de su contemplación, preciada y divina, magia que los héroes nos enseñaron a la completitud de la corte de ángeles de Papá, que entre voceríos y trajines tronadores, se nos culminaba la simpleza de aquellos instantes primeros, en nuestras naturalezas citadas al convenio de la luz del tiempo, asido de la partida de los juegos de naipes mefistofélicos, por el recuerdo maravilloso de un pretérito deseo inagotable aún por cantar y arrebatarle a la pasmosa felicidad, la inocencia y la fuerza del recreo de ser y confluir en la fiesta misma; así como se sirven a sí entre los ángeles. Todo había sido implantado, suplantado por un galimatías de ramales textiles, para que la memoria de hombres y otras similitudes figurativas a las presencias ditirámbicas primitivas, se regenerasen en un devenir continuo de coincidencias indescifrables, hasta dar a parar inevitablemente con el augurio insalvable del profético castillo de naipes caleidoscópicos de Lucifer. Él era amado y aún no lo sabía. «No era un castillo, pero sí era un ángel.» Aún no amaba, aunque lo presumía así tal como padre lo prodigara en cuanto le latiera como un mismo corazón y le guiara por una misma sangre al confesarse en un mismo Dios.
Así les razona la misma lengua y así estas deificas verdades de sus infantes cuentos buscan los claroscuros de un desconocido suceso aún irremediable para subsumir a allegados y fallecidos difuntos, refractados por la inversa mixtificada del común conjunto de las acciones biocósmicas: héroes, dioses, y templos que cuestionan el error.
 
    ¡Padre, si yo soy tu ángel por qué permites que se derrumbe mi castillo!
    ¡Cuántas viceversas habré de denotarte!
 
Akedhú miró al cielo, y descubrió su primer phármakos.
Los lobos rondan la manada. Akedhú no reconocía a Akedhú. Nadie se sabía de sí, que aún si ni se conocía, o ni aún si se gustaba ser como se concluyera, no ni por la razón de la mollera, ni por el olor perfumado o fétido de la contienda, sólo que todos juntos y al desamparo del aire húmedo, brumoso, donde Akedhú no reconocía aún a Akedhú, primates y lobos, unos, salvajes y dichosos, otros, por la gracia de los antepasados, todos con mayor o menor fortuna, y al remanso de las treguas de la adversidad de los Cielos, caliente y opaco, intransitable ante la autosuficiencia de la valiente voluntad congratulada de aquellos entre los que hoy fueran también la tribu misma del innecesario olvido paradisíaco, y los despiertos sueños donde los tiempos infinitos –vía constituyente de la pesarosa medida- jugaban con historias mudas, que eran el mismo relato de los mitos y cuentos redactados en las memorias registradas, sin más literatura gráfica que nisiquiera los iconos neoneuristas de la misma naturaleza rezumando sus aires húmedos y calientes, brumosos y opacos; imborrables.
         En la ladera de la montaña junto a un recodo fondeado por una peña, no sólo Akedhú y Utonagan se ensalzan como demonios irreverentes. Unos y otros son entre quijadas y manotazos furiosos antagonismos en desmedida alteridad conformados por un desatino escandaloso de miembros e individuos que se multiplican en una feroz y escandalosa batalla de sexo menstrual y sangre abluciva y adyacente, una simbiosis de restos sumados como para predecir el augurio por el cual toda aquella destrucción mutaría no más que a derivadas irreversibles e incesantes. La muerte era un frágil castillo de naipes. Y cada carta contenía en sí -aparte de la debilidad intrínseca,- el inapelable misterio de la discordia y la simbología del orden, representando lo único realmente representable: Lucifer deparó por un instante en la falsedad de los hechos. Los muros impenetrables de las delgadas motas de polvo ausentes a la vista del ventanal se manifestaban en el interior de los naipes. La Biblia descansaba en el estante de la biblioteca. Sus páginas ocultas -como entrelíneas en blanco,
 
        
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
                                                                      
 
         -párrafos ausentes- no eran ni ausencias reales; pertenecían a la prohibición de ideas y conceptos conjuntos de la naturaleza humana, ni por condición consentían más presencia que el indicio; manifestación autárquica del espíritu abnegado al cuidado de la parte y del oficio, que pudiera concebirse en la belleza irradiante de la luminosidad de las sombras en el mundo carnal, ilustrado por la sinrazón de una máscara tan veraz como profana en una existencia pulcra a la vez que voraz y atormentada; esa sensación que emanaba de las palabras mismas y sus dichas más o menos sacras e infernales que dictaminaba una expresiva bula a la impaciencia cotidiana y rutinaria de ser y no dejar de ser; urgencia básica: un puente entre el miedo y la razón permisivo al transito de deseos y libres albedríos; una esperanza irrisoria desvirtuada y pasional derivada al ansia innoble del ánimo para presenciar el caos desintegrado en el aspecto posible y suficiente; descomunal. La alianza estaba sellada: cualquier cosa podría contener o no cualquier cosa en sí o no ser cosa aunque su sola apariencia manifestara lo que era para la otra cosa que podría formar parte o no de la misma o incluso de otra cosa. O no. Kronarjunasamvada temía lo inesperado. No podía contar el suceso de cada noche o cada tarde sino el suceso que sucede ante sus mismos viandantes que alumbrados por el sol o bajo el cielo recubierto por la luna -otras ausente- acompañan las acompasadas didascalias de la tríada de preescrituras; los espectros fantasmales de sus creaciones son expectantes ciudadanos iluminados por complejos luminosos de calles y tráfico. Sus vestimentas asemejan formas mentales evocadoras de motivaciones arquetípicas desaforadas. Sus voces cantos aformes en acompasada confrontación orquestal urbana. Corifeos de los sentidos. Un raro pájaro. Un soplo de viento. Un reflejo de aceite o gasolina descompuesto en el charco de agua del arcén. Espectros espantados; actantes multivalentes; agonistas e intérpretes pluriestructurales. Sus repetidas actuaciones -las de todos y cada uno de ellos (o incluso la de ninguno: ‘Kronarjunasamvada’)- no son sino complejidades diversas no unitarias -siempre renovadas- cuyo único nexo consiste en una abstracción nominal adscrita frente a la presunción absolutista, egotista y potestativa del individuo disgregado y descriptible; disgregante y descriptor. Silenciado en retahílas de contenidos. Muerto. Crápula y putativo. Burlador. Pasionario por vocación. Reiteraciones progresivas divergentes en los aspectos convencionales de la comunicación. Convergencia. Unos y otros. Ellos y él. Todos uno mismo. Anabasis. Un esquizo necesario para barajar los comodines; castillos, naipes, errores y tumbas. Laberintos y dominós. Datos. Poiesis. Rememorar las cadencias constructivas del arkhé en sus sentidos figurativos cuando las arbitrarias coincidencias de signo y significado sujetivan el objeto en el coloquio íntimo no personal derivado al aspecto íntersocial de ideas, -adiós Lucifer- conceptos, casualidades impuestas en el tratado de normas no planteadas del ensemble suscrito con reservas a la existencia en toda posible forma determinada o no de conocimiento, expresaba una clara sentencia discursiva: ángeles con demonios, no. Mamuts con elefantes, sí. Utonagan. Kronarjunasamvada. Akedhú, primates, lobos: “elefantes y vacas”. Una apelación indeterminada a la suprarealidad.
         Akedhú mordía la médula de su propio pulgar. No reparaba en sí. Si acaso sólo podía dudar entre que no tenía pulgar o que lo relamía. El resto de los dedos desconocía aún la diferencia. Sólo que lo apetecible era lo menos doloroso. Había luchado como un héroe. Sobrevivía. La recompensa se iniciaba. No importaba estar mutilado. El aquelarre restaría las diferencias y sanaría las heridas. Luego, se recompensaría con la celebración del apareamiento. Algunos daimones serían sacrificados en la hoguera. Aún era joven y fuerte para ser un daimón. Ahora era el momento de comenzar el ritual del fuego. Abrir humo y despedazar los cuerpos. La carne descuartizada de los cadáveres se ofrecería a los daimones inmolados; el resto se ofrendaba al fuego en honor a los antepasados. Los huesos y la grasa encendida aderezarían las piezas obtenidas que alimentarían al resto de la tribu. Las pieles servirían para proteger a los cachorros. Algunos heridos serían sacrificados y enterrados entre rituales y ceremonias; otros trasladados a las montañas. Algunos indemnes serían considerados héroes: otros, permanecerían invictos y gloriosos. El fuego cicatrizaría algunas heridas. Otros miembros serían amputados y sepultados. No habría más víctimas. Los restantes se alimentarían de los restos; nada quedaría sin empeño. Todos tendrían alimento disponible. Pronto, crudo, fresco; putrefacto y resurgente. El sufrimiento iría cesando apaciguado por la movilidad impecable del ciclo de la vida. Los carroñeros esperaban impacientes y atentos a la oportunidad primera y sencilla. Dado el convenio del estadio de sus paradigmas selectivos, no estaban dispuestos a participar en complejas descomposiciones y otras afecciones infecciosas que no infestaran el campo de dobleces y particiones, no sino por el consentimiento pronunciado por el que las cosas presentes no se manifiestan inherentes, inclusive las que pudieran obligar a no ser o lo que se fuera … Las hienas aman a los elefantes: nunca les dan caza;; devoran sus cadáveres para mantener el territorio limpio y libre … Los perros y las hienas no se conocen hasta el deseo;; los perros pastorean sus rebaños recompensados por el cobijo de sus amos.
         Kronarjunasamvada se dijo una vez más: ‘La función continúa’, y regresó a escena.
         Acullá Licaón tomó un pequeño tronco seco y lo golpeó reiteradamente sobre la maleza. Miró a Amma y mostrando con las palmas de las manos la tierra remarcó su poder trasladándose erguido sobre la misma. Luego, con una habilidad asombrosa regreso a los ramajes de la arboleda y tomando una rama espantó a todos. Algunos, los más pequeños y habilidosos se refugiaron en la copa. Licaón saltó varias veces en derredor, y a la vista de Amma tomó un tallo verde y tierno, se posó ante su varona y lo comió. Amma abrazaba al pequeño Akedhú. El resto de comadres de la manada se espantaron chismoteando. Quedaron a solas por unos instantes. Licaón le mostró su agradecimiento contrayendo sus labios. Lupus, más joven y más ágil aún que Licaón, se expurgaba con sus hermanos. Aparecieron los más jóvenes de la familia, algunos amigos recién nacidos y una o dos hembras de otras familias. Akedhú no reconocía aún a Akedhú. Amma le daba de mamar y el pequeño bebé se dejaba manosear por las más ancianas. Licaón orgulloso recibía sumisos saludos y gestos de consideración. Akedhú aún recuerda que no sabe que recuerda gracias a aquella vieja comadrona que le acarició la cabeza dándole la bienvenida a la familia de la tribu de los seres vivos cuando sonrió por primera vez a Licaón. Había nacido primero de Amma, y luego de Licaón, pero siendo su nombre Akedhú, aún había de ser pronunciado, y anunciado, como una inmanencia natural de la muerte ya ineludible. Amma no se dijo nada, y lo dejó cubrir con una ‘piel de lobo’. Amma lo arropó sobre sí. La manada entre risotadas y gritos, gemía y saltaba hasta que al acompasarse al unísono aullaron como lobos atemorizando al recién nacido que lloraba en la obscuridad del interior del ropaje. El resto de animales cercanos observaba la escena con distancia y prudencia.
         Kronarjunasamvada, cuando aplaudían, sabía que lo hacían para reconocerse a ellos mismos. De este modo, continuaban con su función.
         Akedhú les recordó. Eran ellos. No les veía ante sí. Sólo les recordaba aullando como a sí mismos. Dejo de llorar y pronunció su novísima palabra. Era un lobo; no cualquier lobo: aullaba y era ‘Akedhú’. Tenía conocimiento y sensación tanto de sí propio como de lo ajeno. Había sido nombrado de sí lobo. Akedhú conocía a Akedhú. Conocer al mundo era reconocer a Akedhú. Aquel aullido debió haber sido su nombre pronunciado por primera vez. Enjuiciado y subestimado, denigrado, suplantado, de sí inclusive por sí, por ellos, Utonagan, sin confusiones ni dilemas, acudió, desde la luenga distancia de la oscura noche de la profusa insipiencia, al lugar donde le conminaban. Jadeante, se propuso dominar a ese pequeño primate y hacer de él su amo compañero. Iba a domeñar al primer hombre.
         Kronarjunasamvada paseaba al gozoso abrazo de los visibles rayos del tardío sol. Sensorial y cabalístico, sus sentidos absortos sobre el maná cósmico rememoraban los imprevisibles incidentes de la actuación perpetua bajo el gran focal. Aquellas manifiestas fantasías tenían desarrollo
 
 
 
                                             -(entre recuerdos y anhelos metodológicos ‘como’ experiencias sin fundamento tal que otrora fueran literatura o enajenación no más que de libros y demás libertades de las que habían sido aprehendidas y sorprendidas hasta el nombramiento categórico-valorativo de autorreflexiones psicóticas o escritos malditos en la heterodoxia de un maestro hinduista en el oeste sureño de Europa).
 
             
                                grabadas en los papiros anunciados en los muros del templo de agua interpretado por el mar en su conciencia cosmovisiva; una expresión autorreferente del sinsentido común: Una falacia contundente…
…“El mar –o la mar– a las orillas de Maracusa llegaba hasta los límites del cielo. Allí, la luna catapultaba las aguas por todo el universo. Los ríos y los mares de todos los planetas y ciudades de todos los lugares recibían el agua de las lunas, y entre ellas, se conjuraban para mantener firme sus secretos. El sol y las estrellas y todos los planetas de la tierra se sucedían como los segundos del tiempo en una infinidad de proyecciones hasta dar al rayo o a la erupción de los fuegos. Las orillas de Maracusa se habitaban por los hombres que entre arenas y charcas subsistían embriagados e inspirados en sus marismas. Al  interior, el puente que les unía a la ciudad por donde cruzaba el río que bajaba de las nevadas montañas inhóspitas; sólo un antiguo castillo coronaba la más vistosa e inaccesible, así como un monasterio la más aislada y alejada. Su campanario les comunicaba con el resto de la humanidad. Todas las ciudades tenían cuatro estaciones, un castillo y un puente. En la plaza solían tener una estatua en honor a un dios o un héroe. Y esto sucedía no sólo en todos los planetas de la tierra, sino en todo el universo donde hubiera ciudades con paciencia al cuidado de sus soles y tormentas.
 
*
 
La Ciudad de Maracusa no tiene norte ni sur; un despliegue humano y arquitectónico integrado en el paisaje natural impide estos puntos cardinales. Al levante, Egipto. Al poniente, La Atlántida. Las comunicaciones en Maracusa se hacen a través de comunicadores especializados. Nadie puede abandonar el lugar asignado. Ni siquiera los comunicadores pueden hacerlo. Para viajar en Maracusa es necesario obtener un permiso de las autoridades que especifique la causa del abandono del puesto. Una vez concedido el permiso, el ausente debe reincorporarse al lugar de origen el día y hora prescrita en la admisión de ausentismo posicional. Existen diversos grados de ausentismo posicional. La productividad en Maracusa es incesante y se autoabastece de cuantas materias primas necesita. La clase superior alcanza un nivel de vida extraordinario, sin embargo, su responsabilidad exige una atención que suple las deficientes atenciones de la clase inferior. La expresión artística y la cultura están íntimamente ligadas a la religión. Sus ‘Animalibus’ son una serie de relatos sustitutivos de la creencia religiosa con un nivel de lectura humanístico-alegórica de índole iniciática simbólica y metalingüística que coexiste con la tentativa evaluativa diferencial del individuo comparado. Nunca jamás he estado personalmente en Maracusa ni por asomo. Sólo conozco una “leyenda tartesia” que mi imaginación trata de aflorar por alguna causa más o menos justificada, pues en la vida todo esta justificado se imagine o se tiña con mentiras o falsas palabras, se justifique con insensatez o se resuelva con falsedades inclusive maliciosas; la complejidad del mundo insiste casi siempre en repercutir en su instinto reparador.
         Esa leyenda tartesia, creo, que decía algo así como lo que acabo de contar. Me explico: esta no es exactamente la leyenda tartesia, pero es mi leyenda tartesia, aunque ni yo la reconozca.
 
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         Kronarjunasamvada arrancaba los papeles uno a uno como cada vez. El mismo guión con el que paseaba por las calles de Maracusa cuando paseaba por las calles de Maracusa deshojando el guión. Era su momento estelar. Una catarsis inmediata. Se ausentaba de Maracusa gratuitamente sin abandonar su puesto. Era el único ciudadano que abandonaba la ciudad marchándose a su propio invento; era su dueño, su creador. Su presente desertor. Los ciudadanos, aquellos que paseaban por el estelar guión de Maracusa, especialmente los congregados al sublime momento, los que presenciaban su deserción cada tarde cuando salía del teatro con el guión bajo el brazo arrollado como un periódico, como un amasijo de calamidades, como un guión de indecisiones versátiles, se desplegaban por sus puestos con autocrítica consideración existencial. La gestión rectora de la ciudadanía así lo había programado y constituido; era la consecuencia de la digresión del orden. Epep había concluido el artículo propuesto. Maracusa, ciudad obligada del viajero, no sólo podría explotar sus recursos turísticos, sino que el turista encontraría en ella todo lo necesario para conocer una ciudad tan universal como desconocida. Una doble economía situaba a los extraños en su posición incursiva como asistentes participativos, aunque, éstos, en ocasiones actuaban como invasores persuasivos pero, a su vez, macroeconómicamente rentables. El sector cultural se comportaba, del mismo modo, estructuralmente competente y viable.
         Akedhú pronunció: “Akedhú”, así. Sin recapacitar demasiado. Otros pronunciaban también: según la cobertura de su piel. Así como alargaban, estiraban o constreñían sus manos y el rostro, se iniciaban en el balbuceo de un aún primitivo lenguaje humano confuso en la políglota naturaleza. El verano tórrido invitaba a usar las pieles con animosa ligereza. Los monos con nombre abandonaron la tribu y se marcharon de la caverna a cazar animales como animales. Antes, bajarían al río a beber y refregar sus pieles. Una vez en las orillas del río, todos los animales que allí se congregaban en un pacto de concordia, mansos y fieras, se apartaron y abandonaron las aguas para que Akedhú y sus cazadores disfrutaran libremente del baño, tan sólo con la adversa compañía de hipopótamos y cocodrilos. Utonagan y sus compañeros aguardaban ansiosos entre la maleza. Y entonces, se bañaron.
         Kronarjunasamvada alzó el libro y todos se ensalzaron entre aplausos. Luego, comenzó a deshojarlo y a arrojarlo al fuego, así como cada tarde Kronarjunasamvada alzaba y arrojaba los mismos papeles a la hoguera. Se paseaba por las calles de Maracusa.
         Lucifer era un mito inspirado en Lucifer. Su letra obtusa perpetraba la petulancia, sin hacer de ella no más que un sortilegio embaucador. No era un poeta como para errar en la estilística. Su visión y su objetivo no más era que ir más allá de la mera exposición y satisfacción de los instintos, no más que ir más allá de donde cualquier mortal se propusiera, aun se propusiera ir a transformar las ideas o los gustos, inclusive la visión del sentido del alma o la posición ante el sentimiento mismo de la propiedad. En el interior del artículo Epep había escrito un párrafo en blanco en honor a la memoria de los héroes. Sus intenciones extraliterarias iban más allá aún de representar contenidos plausibles que prodigasen la imposible vanagloria y orgullo de aquellos héroes, tan suyos que se sentía en ellos recompensado. El reconocimiento a sus heroicas hazañas era ya el mismo reconocimiento dado en el ejercicio de sus labores heroicas. Su heroicidad consistía en sus ajenos triunfos, y su triunfo, sin duda, “consistiría en la continuidad”. Un cálculo volitivo sobre una heredad triste y desafortunada, poética y mitológica, legendaria; como los naipes de Akedhú cuando suplantaban el destino para ofrecer la buenaventura. Al menos, así lo redactaba Epep en su “Leyenda tartesia”, exigua y magistral.
         Allí estaban todos. Mutilados y febriles.
         La Biblia empolvada se originaba a sí, así como contenía los misterios del origen. Antes, Akedhú se preparaba para que sus allegados descendientes continuasen. El había descubierto las palabras de Dios en las estrellas resplandecientes en las noches de caza cuando le acompañaba Utonagan y su camaradería. Alumbrado por su antorcha rastreaba durante la noche cercando a sus presas. Las estrellas no sólo le guiaban como señales de tránsito, sino que expresaban la sabiduría de sus héroes y difuntos: sus dioses, sus santos. Tan sólo había que mirar hacia arriba en las noches despejadas, y ahí estaba el libro. Akedhú, atizó la antorcha haciendo círculos, y todos acudieron alertados por tan extraño efecto. Los elefantes caminaban por la ribera del río. Habría que seguirlos y persuadirlos, con la ayuda de Utonagan y su manada, hasta conducirlos y acorralarlos para tomar el fruto del árbol prohibido de la Vidhá, y de este modo, embriagados y vulnerables, acecharlos y darles caza. Como pastores con perros, tomaban de la selva una pieza del ganado para cubrir las necesidades de la tribu. Y aquí, Akedhú, reconocía que Akedhú no reconocía aún a Akedhú. Algo así como esperar que la Biblia contuviese el conocimiento preciso no dispuesto a responder el conocimiento en sí, la guía suscrita que revele las normas prioritarias más allá de una guía empolvada que suscriba las normas de prioridad. Kronarjunasamvada, se sentó frente a la hoguera, y al trasluz de las llamas recitó los versos
 
 
         “sobre la memoria caleidoscópica que descansa en el conjunto de las acciones biocósmicas: un galimatías de ramales textiles suplantado en un pretérito deseo inagotable de cantar y arrebatar la completitud de la corte de ángeles y arcángeles. No era un castillo como lo prodigara Padre cuando le la­tiera como un mismo corazón para que hombres y otras naturalezas símiles se les confesaran ante un mismo Dios. El era amado y aún no lo sabía, cuando se vino abajo entre voceríos y trajines. El castillo de naipes de Lucifer culminaba la simpleza de aquellos instantes tronadores hasta dar inevitablemente, como se sirven a sí entre los ángeles, con las humanas figuras de las primitivas presencias ditirámbicas. Aún no amaba, aunque sí era un ángel. Pero todo había sido implantado, así lo preasumía el insalvable augurio del profético castillo de naipes de Lucifer. Héroes, dioses y templos volvían a darse cita en el maravilloso recuerdo antes de que Papá le guiara desde una misma sangre y les razonara la misma lengua, y aún pudiera disfrutar de su contemplación inagotable de cantar y arrebatar a la felicidad pasmosa, preciosa y divina, mágica, la inocencia y la fuerza de las palabras no consumadas en la elevación presuntuosa del éxtasis íntimo, anónimo y alienado, como si la locura confirmase que la desazón es la clave manifiesta del virtuosismo, que la sugerencia o la simple gestualidad contiene la forma total de la virtud, y más aún cuando se muestra la capacidad de conocer los tintes de sus erratas; mostrar en una incompleta incompetencia desairada la ineficacia del genio, su tormentosa imposibilidad, su necia ineficacia. Insinuar con los sentidos la intelectiva agonía del hombre manifiesto. Un dios, un héroe, un genio: proezas irresolutas y amenazantes que provocan la pasividad del hombre común y descompuesto, resultados que atesoran imbricados las soluciones y disoluciones de gestas y glorias perfectas, verdades deificas.”
 
    Si los castillos se construyen… ¿por qué soy tan sólo una metáfora?
    Ahora estoy muerto.
 
         La literatura tartesia registra unos pocos relatos mitológicos, no sin soslayar la poderosa influencia que se registra de la misma sobre las letras contemporáneas maracusianas. Cientos de vulgares creencias actuales tienen su manifestación originaria en la tradición tartesia, que se propalaban a través de iconografías en papiros o en los muros de sus templos o fortificaciones. Estos no sólo han llegado hasta nosotros en su forma arqueológica por restos útiles, sino desvirtuados por la tradición oral populista que los sustentaba. Al tratarse de iconografías, las gentes tartesias del vulgo, conocían sus contenidos y redacciones por su representación simbólica. La popularización de los relatos a lo largo de los siglos, así como su universalización, dificultosa para los tartesios que eran un pueblo lunar aislado y peculiar, así como su periplo histórico desde su partida de las costas atlantes hasta la conquista de Tartéside por parte de los Reyes Católicos antes de la división de los tiempos, conforman el basamento de las visiones y revisiones propias de la civilización actual sobre sí misma. La Tartéside, sita en los extremos de lo que fue, es hoy el orgullo de los americanos.
         Como Akedhú, Epep amaba a Epep, que reconocía que podría ser reconocido. Sólo este torpe dislate le quitaba el sueño que necesitaba para reconocerse. Akedhú, se postraba tendido en el suelo sobre un árbol. Sólo había ingerido cerveza durante toda la cacería. Tres días y cuatro noches. No había dormido. Había estado alerta sin comer ni beber. Recordó a Amma cuando le daba de beber del río. El ahora cuando lo hacía lo tomaba de un cuenco vertido de una ánfora. Utonagan y su manada se encargaban de mantener a las hienas y otros carroñeros alejados de la presa y los cazadores. Estaban extenuados, al límite de las fuerzas y las posibilidades humanas. La cerveza, desde luego, les había mantenido como feroces depredadores durante el litigio. Sin embargo, una vez conclusa la batalla, no atinaban en reponer la compostura. Akedhú descansaba seguro apoyado contra el árbol. Era mediodía. Utonagan, en la distancia, recibía de la brisa el olor de su amo dominado. Instó a su manada a preservar la pieza. Algunos parecían no estar de acuerdo. Entonces, ambos comenzaron a babear. Akedhú cerró los ojos. Soñaba con los grifos de la China. Utonagan, poderoso, desafío a los suyos en defensa de su caza, su doma, sus nuevas conquistas; unos, atemorizados, marcharon solitarios. Otros, permanecieron junto a él en la manada. La baba caía por la comisura derecha. Pronto la boca se ensanchó desencajándose. Le dolían las mandíbulas. Fuertemente. La cabeza se agarrotó como si fuera una piedra. Una sensación de dejadez recorrió su cuerpo, y sintió la necesidad de estirarse y encogerse, removerse en la tierra. Orinó. Akedhú se cubrió con su piel de lobo y, al manifestarse su nombre, entró en trance. Era un cazador que soñaba como cazar elefantes con pieles.
         Kronarjunasamvada vomitó fuego por la boca y a su vez no dijo nada. Tan sólo gritó.
         «Y entonces Dios exclamó: “No me lo creo”».
         Y acabada la función, comenzó la obra.
 
*
 
La jungla de asfalto”, antes y después de Maracusa, recoge algunos otros autores coetáneos que no se sabe si sólo fundaron ciudad o que estrictamente habitaron el universo humano por su tamaña perspicacia. Esta polémica intratable es un chorismo a resolver prohibido por la censura del franquismo español y perseguido por la masonería. Así es sabido, por los anarquistas de Teruel y de Guernica, que la masonería de Maracusa lo que persigue lo consigue. Maracusa como compositor no compuso nunca nada, pero reinterpretó en vida a varios autores oriundos de la premaracusiana Maracusa, sin considerársele un compositor propio del movimiento nacionalistacastizo. La biografía de Maracusa se encuentra actualmente muy confusa y en proceso de elaboración, aunque se recogen algunas leyendas o chascarrillos populares, inclusive canciones, que no pasan de ser un reflejo de la importancia que este autor tuvo para la fundación de la ciudad que le daría su nombre. “La jungla de asfalto”, que no se publicó jamás, pues se consideró contenciosamente crítica contra Maracusa, especialmente en su apartado ‘Maracusa contra Maracusa’, se perdió definitivamente cuando Maracusa investigó sobre los paraderos de la misma. Su in­fluencia es notable tanto en sus discípulos directos como en aquellos de otras escuelas menos maracusianas e inclusive adversas. Su enseñanza o maracusionismo se promulgó fundamentalmente entre sus advenidos. No sin embargo, fue menos maracusiano el mismo Maracusa con los no maracusianos. Y es esta tradición la que impulsa la imagen de un Maracusa rebelde y soñador que nada tiene que ver con Maracusa visto por los maracusianos que lo consideran revolucionario y utópico.
Maracusa es una ciudad insigne. Ha conocido todas las guerras, y no ha sucumbido a ninguna. La Historia de Maracusa no se entiende sin comprender los hechos que dieron lugar a su primera manifestación histórica, así como los datos que se desprenden de la misma. Naturalmente, estos hechos se consideran históricos porque se conoce la evidencia que aun siéndonos legado por la historiografía, estos se confirman históricos, no sólo por la misma historiografía, sino por la evidencia histórica que se constata y se comprueba con el conocimiento aval que poseemos, o creemos poseer hipotéticamente, de los hechos históricos en la actualidad, los cuales conforman y confirman nuestro basamento para adentrarnos en el saber y querer saber de nuestra Historia sin deficiencias en las conclusiones que se obtienen de la investigación para conformar una Historia sólida que profundice en el conocimiento de nuestros hechos históricos con la menor ausencia de respuestas sin responder a la conformación de una Historia que apunte el conocimiento de nuestro pasado sin misterios ni elucubraciones Históricas, sino más bien una Historia propensa y generativa de la Historiografía misma, que aporte los Hechos Históricos, y sus entramados, a la Historia.
         El episodio a destacar por su interés universal y característico de la Historia de Maracusa no se recuerda. Los intentos por recuperar la memoria de estos eventos al margen de la marginalidad que de los mismos se recuerda no más que eran hechos o acontecimientos sometidos a las valoraciones atemporales del curso legal de la Historia. Sus protagonistas conforman el ostracismo, y la Historia del mismo, recoge sus hazañas en todos los campos aplicables. El interés de la Historia por la otra Historia, es tan escaso, que su profusión por difundirse y su difusión disuasoria justifica que la Historia se preocupe por ampliar los márgenes de la Historia.
         Epep escribió: ‘La jungla de asfalto’.
         Y concluyó el artículo.
         Y, efectivamente, lo había terminado.
         La historia de Epep que había concluido su artículo ‘la jungla de asfalto’, no era una historia imaginaria. Sin embargo, Maracusa, sí que era una ciudad imaginaria, aunque se localizara en el mapamundi. Y aunque era a tener en cuenta no tan sólo su distancia física, sino aquella que sitúa en los años y las modas a las civilizaciones y sociedades, tales como Maracusa, donde Kronarjunasamvada se esmera cada día y cada noche, y se cuida de cada sueño y cada deseo, para que el cuento continúe…
 
Licaón yacía inerte sobre la hierba. En su mano derecha portaba una piedra cortada en lascas, y en la otra, una rama, dura y tosca, afilada en una punta. Larga. Tenía el cráneo abierto y ensangrentado, y la mandíbula ligeramente desplazada. Lupus lo había derrotado. Akedhú cavó la tierra. Y tomando la piedra y la lanza las enterró. Luego que hubo arrastrado el cadáver hasta la peña, con troncos y leña encendió una gran hoguera, e incinerando el cuerpo de su padre, regresó a la arboleda. Amma arrebatada tomó unas flores de una mata y las enterró. Los pequeños saltaban y corrían despavoridos.
         La hoguera, constató Kronarjunasamvada, aún permanece encendida.- “Siempre regresará la primavera”.
         Entonces, los arrojaron al fuego. El humor de la tribu parecía renovarse. Los injerían…
 
Animalibus I, I, Akedhú, El Tártaro
 
 
 
 
LA JUNGLA DE ASFALTO
         “La jungla de asfalto” se formaliza en la excedencia de la composición estructural sistémica de su entropía partícipe. Es así el relato compartido de cuantos gregarios confluyen en la participación agónica por su voz estentórea más que por su aportación específica. Aquí no se es por llegar a ser, sino por ser no siendo. Es una existencia enajenada la aportación esencial. La omisión del deseo y la necesidad es la confirmación de una voluntad dramatizada. Creer no tiene otro sentido más que pretender una concepción de lo incomprensible.
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         “Al principio fue la luna. Y de esta nación surgió la hierba. Los primeros saurios construyeron los primeros caminos de asfalto que llevaban a Marte, y que luego, más tarde, los extraterrestres, en la recolecta de orquídeas, reconstruyeron para los romanos. La primera reencarnación de Maracusa se originó en la Grecia clásica. En la primera guerra civil de Maracusa, cuando Maracusa publicó su autobiografía, ‘Yo, el abominable’, se mutó el ecosistema climático. En aquel entonces se prohibió a los chimpancés subir a los árboles y se exigía a las sardinas caer solas en las redes. Esto ocasionó que algunos chimpancés se hicieran pescadores e iniciaran su evolución darwiniana. Los peces voladores protestaron en el ágora, sin embargo estaban vetados de voz y voto por los tiburones americanos y agricultores franceses.”
         Fueron los gitanos los que al conquistar América provocaron por una casualidad histórica que los tartesios al bajar de la luna descendieran sobre Maracusa evitando una confrontación universal. Maracusa hereda una filosofía imaginaria extensísima. Maracusa conoció a Budha cuando Budha era Hanuman, el rey de los monos. Heráclito de Éfeso se inspiró para su teoría del logos en las entrevistas del historial psiquiátrico de Maracusa en su penúltima reencarnación cuando se las transmitió Albert Einstein a través de la insuflación telepática de la energía kundalini. La sofística aristotélica es una fe unánime en el pensamiento maracusiano transferencial cuya enseñanza el profeta Gorgías pretendió añadir a la Biblia en su cálculo metempsicótico. No así el Corán, que se conoció por mediación de Homero tras la publicación de “El caballo de Troya” de J.J. Benítez, fue reescrito por Shakespeare en la época oscura como azoras libres para el Opus Dei antes de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer y Alba. Otros conquistadores, como Miguel de Cervantes y Saavedra, sin ir más lejos, que murió de alzheimer voluntario sin recordar la capital de sus conquistas, no más que la región donde perdiera la cabeza, y el nombre y lugar de una amada imaginaria, o Gabriel García Márquez, fundador de Macondo, la única ciudad terminada del planeta conocido, hermanada con Estocolmo, son considerados por los astures, raza oriunda de Maracusa, junto a los bolcheviques rusos, santos vascones, el pueblo elegido de Dios.
         Así Maracusa, que en su juventud hubo de marchar de Maracusa con su música a otra parte, reveló en su propia tumba que fue el primer hombre en enterrarse a sí mismo, tal como Neil Armstrong fue el primer hombre en pisar Maracusa y la luna.
 
Animalibus I, II, Epep, Maracusa
 
 
 
 
ANIMALIBUS II

 

…¡PRÓXIMAMENTE OBRA COMPLETA!!…

(Serie de relatos del I al IX)

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