EL ESPEJO DE TWISS (NOVELA CORTA)

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EL ESPEJO DE TWISS (EXTRACTO)

LIBRO UNO

LECTURA. I

         Estimado público:

«Tamaña singladura sólo puede conjeturarse fehaciente de un loco». La prestidigitación era una de las más artes nobles, que pudiera practicarse por un solo individuo en las aceras de Nueva York, por aquellos años ochenta de supuesta renovación de las tendencias. Pensaba, que si lograba desintegrar su propia sombra en sus contrastes dobles remarcados con la luz, de tal modo, que, se desequilibrara la mente frente a la visión adulterada de los reflejos, en ese momento exacto, oportuno, obtendría su vital objetivo. Así pues, de este modo, su esfuerzo aplicaría, y explicaría, determinados misterios, cuyas consiguientes consecuencias, no resultarían vanas. Aquella alquimia de percepciones, le resultaba en su composición, realmente excitante. El mago Sum, era un experto de talento personal, que había forjado su carrera con el beneplácito de sus logros y éxitos. Las tres hermanas de Sum vivían en Virginia, donde poseían una renombrada plantación de tabaco. Con motivo de la celebración del Día de la Independencia, enviaban puntualmente a su hermano Sum, una cuantiosa suma de dinero, que le permitía sobrevivir en Nueva York, aunque con extremo recato, durante gran parte del año. A Sum le gustaba derrochar. Sin embargo, no sabía vivir bien.

            Llegada la escasez de sus primeros principios, sin otros remedios, ni recursos, las mañanas las ocupaba durmiendo al resguardo de unas mantas en un banco de Central Park. Sum, vivía por las noches. Compartía, así, sus bienes, con otros necesitados transeúntes, antes que acomodarse sin más entre la alta sociedad neoyorquina. Al atardecer, y al amanecer, tomaba la línea de autobús que le situaba en la estafeta de correos. Allí, retomaba sus enseres, y se dirigía a los baños públicos. La isla de Manhattan era una urbe fulgurante. Pronto, Sum, se descubrió a la fama entre aquellas gentes. El número de la chaqueta mágica, deslumbró a todo el público andante de Broadway. Se formaban corros, multitudes, ante sus delirantes ensoñaciones espectaculares. Hacía aparecer monedas de chocolate de la nada, y las reales desaparecían para siempre. Esto divertía mucho a las muchachas jóvenes, a las que sus parejas no escatimaban en apostar a las habilidades discursivas de Sum. Desde aquí, dada la celeridad de su creciente popularidad, Sum debió abrirse paso y alquilar una pequeña habitación cercana a la Quinta Avenida, aunque ruinosa y depreciada por un incidente gravoso a su antigua inquilina. Sostener el tren de vida de sus amigos afines, exigía proliferar. Era así, que el dinero no daba para mucho.

Paseaba una casual mañana de domingo primaveral por la calle 65, cuando al sufrir un destello luminoso sobre el escaparate de una librería, le asaltó la deslumbrante idea que retaría su genialidad: «El espejo de Twiss: si pudiera hacer que un lápiz opaco a la luz en su estado sólido, materia intrínseca que le hace corpóreo en su densidad, y visible ante la luz, pudiera eliminarse de la proyección luminosa sobre la exactitud de sus sombras reflectantes, obtendría así la capacidad de transferir este lápiz, desde su espacio propio, al bolsillo de mi chaqueta mágica de trabajo, para su absoluta “invisibilidad”. Tan sólo habría que trazar el contorno a capturar». Naturalmente, Sum contaba con que para esto habría de descubrir el truco en su ejecución, más que conocer el modo o modos posibles de culminarlo. Era un mago. Así, que Sum, tomó buena nota de la idea, y apuntó, y apuntaló, con su lapicero y su libreta, los principios de su descubrimiento, como «el inicio de la pintura», uno de los testimonios más descriptibles de los registros de su bitácora. Fue que caminaba absorto en sus reflexiones creativas, que un pequeño niño negro con indumentaria de botones, se le acercó con gracia entregándole un pequeño sobre azul, y se esfumó corriendo entre los viandantes. Sum, no dijo nada. Se limitó a recoger el papel, como si esperara recibirlo. Lo tomó con parsimonia, y lo leyó: “Escuela de Magia Berlín; ilusionismo y adivinación: charla de iniciación. Café Boulud, 20 East 76th Street, Hotel Surrey. NY, 10021 Manhattan.”

            Sum, guardó su tarjeta con dedicación, y prosiguió animoso con las andanzas y figuraciones de su paseo. Compró un paquete de cigarrillos, y los partió uno a uno esparciendo los pedazos por el suelo, a vista de todos.

                                                                       *

            Sum, había oído, que los científicos habían afirmado en una revista especializada, que la decoloración de los cuerpos, pudiera prolongarse refractando sus sombras, hasta su traslucidez y desintegración lumínica, sobre el foco virtual, sin menoscabo de la materia o composición del objeto. Era así, el principio de la luz invisible. Esto, así, suponía para Sum, un avance en cuanto a su deseo de dominar los confines de la realidad, aun cuando ésta no fuera más que el encantamiento propio de un prestidigitador circunscrito a sus propios límites, siempre sumidos a lo descubierto sobre lo desconocido. La manipulación de lo posible, lograba en las manos de Sum, alcanzar cotas increíbles de invención, que sus espectadores cada vez más numerosos, elogiaban como proezas prominentes, más allá de su credibilidad o certeza. Lo cierto, para Sum, era, tan sólo, aquello, que se lograba desde el inesperado acierto, más que lo que se pudiera dar por cierto, en el cálculo de lo supuesto. En todo caso, Sum, siempre abandonaba la magia como recurso fundamental en sus números y espectáculos, sintiendo especial veneración por mostrar las cosas tal cual son. Esta condición, hacía de Sum, un mago tan extraño, como singular.

Sum paseaba por la calle 65 despedazando cigarrillos, a vista de todos, cuando un resplandor luminoso en un escaparate de una librería, le conmovió. Los reflejos de un icono, tal “su” lápiz, apuntalado en el cristal, ante al que se le pronunciaba igualmente, con lúcida nitidez, seductora e irresistible, como una clara imagen traslúcida, la apariencia tangible, que se presenciaba de «un libro», abierto, expresaba el contenido explícito de su misma inmaterialidad. Soñó atravesar este “cristal”, y tomar así los reflejos de “el lápiz” sobre la cabecera del “libro”, sin más mediación que la misma brujería, ante la frágil, y aparatosa, luna del expositor, pero comprendió pronto que aquellos sensibles viandantes que transitaban la calle, no estaban tan por darse a casos tan expuestos, más aún cuando la evidencia de los resultados, peligraba por su propia ejecución, sobre una realidad infranqueable en su posibilidad. En todo caso, el respeto a su tradición, exigía contemplar la brujería como un acto de magia negra, nocivo, y obsoleto, que se derivaba de inconclusas invertebraciones de la ciencia. Sum, fumó. Así, que, se le apareció un pequeño niño negro con indumentaria de botones, que se le acercó con gracia entregándole un pequeño sobre azul. Sum, no dijo nada. Salvo que reconoció haber estado en esta misma situación, en algún otro momento. Se limitó a recibir el papel: “Escuela de Magia Berlín; ilusionismo y adivinación: charla de iniciación. Café Boulud, 20 East 76th Street, Hotel Surrey. NY, 10021 Manhattan.”

            Sum, guardó su tarjeta, y atraído por el libro, apagó su cigarrillo, y atravesó la puerta de la librería.

  • Perdone, ¿cuánto cuesta un ejemplar de “la transferencia del virus español”?
  • Lo siento, señor. Ese libro no está en venta. Es sólo un simulacro publicitario de su autor.
  • Firme aquí y será recompensado…
  • ¿Y con qué me recompensarán?
  • Con el sorteo de un ejemplar gratuito único.

«Tamaña singladura sólo puede conjeturarse fehaciente de un loco». La prestidigitación era una de las más artes nobles, que pudiera practicarse por un solo individuo en las aceras de Nueva York, por aquellos años ochenta de supuesta renovación de las tendencias. Pensaba, que si lograba desintegrar su propia sombra en sus contrastes dobles remarcados con la luz, de tal modo, que, se desequilibrara la mente frente a la visión adulterada de los reflejos, en ese momento exacto, oportuno, obtendría su vital objetivo. Así pues, de este modo, su esfuerzo aplicaría, y explicaría, determinados misterios, cuyas consiguientes consecuencias, no resultarían vanas. Aquella alquimia de percepciones, le resultaba en su composición, realmente excitante. El mago Sum, era un experto de talento personal, que había forjado su carrera con el beneplácito de sus logros y éxitos. Las tres hermanas de Sum vivían en Virginia, donde poseían una renombrada plantación de tabaco. Con motivo de la celebración del Día de la Independencia, enviaban puntualmente a su hermano Sum, una cuantiosa suma de dinero, que le permitía sobrevivir en Nueva York, aunque con extremo recato, durante gran parte del año. A Sum le gustaba derrochar. Sin embargo, no sabía vivir bien.

            Llegada la escasez de sus primeros principios, sin otros remedios, ni recursos, las mañanas las ocupaba durmiendo al resguardo de unas mantas en un banco de Central Park. Sum, vivía por las noches. Compartía, así, sus bienes, con otros necesitados transeúntes, antes que acomodarse sin más entre la alta sociedad neoyorquina. Al atardecer, y al amanecer, tomaba la línea de autobús que le situaba en la estafeta de correos. Allí, retomaba sus enseres, y se dirigía a los baños públicos. La isla de Manhattan era una urbe fulgurante. Pronto, Sum, se descubrió a la fama entre aquellas gentes. El número de la chaqueta mágica, deslumbró a todo el público andante de Broadway. Se formaban corros, multitudes, ante sus delirantes ensoñaciones espectaculares. Hacía aparecer monedas de chocolate de la nada, y las reales desaparecían para siempre. Esto divertía mucho a las muchachas jóvenes, a las que sus parejas no escatimaban en apostar a las habilidades discursivas de Sum. Desde aquí, dada la celeridad de su creciente popularidad, Sum debió abrirse paso y alquilar una pequeña habitación cercana a la Quinta Avenida, aunque ruinosa y depreciada por un incidente gravoso a su antigua inquilina. Sostener el tren de vida de sus amigos afines, exigía proliferar. Era así, que el dinero no daba para mucho.

Paseaba una casual mañana de domingo primaveral por la calle 65, cuando al sufrir un destello luminoso sobre el escaparate de una librería, le asaltó la deslumbrante idea que retaría su genialidad: «El espejo de Twiss: si pudiera hacer que un lápiz opaco a la luz en su estado sólido, materia intrínseca que le hace corpóreo en su densidad, y visible ante la luz, pudiera eliminarse de la proyección luminosa sobre la exactitud de sus sombras reflectantes, obtendría así la capacidad de transferir este lápiz, desde su espacio propio, al bolsillo de mi chaqueta mágica de trabajo, para su absoluta “invisibilidad”. Tan sólo habría que trazar el contorno a capturar». Naturalmente, Sum contaba con que para esto habría de descubrir el truco en su ejecución, más que conocer el modo o modos posibles de culminarlo. Era un mago. Así, que Sum, tomó buena nota de la idea, y apuntó, y apuntaló, con su lapicero y su libreta, los principios de su descubrimiento, como «el inicio de la pintura», uno de los testimonios más descriptibles de los registros de su bitácora. Fue que caminaba absorto en sus reflexiones creativas, que un pequeño niño negro con indumentaria de botones, se le acercó con gracia entregándole un pequeño sobre azul, y se esfumó corriendo entre los viandantes. Sum, no dijo nada. Se limitó a recoger el papel, como si esperara recibirlo. Lo tomó con parsimonia, y lo leyó: “Escuela de Magia Berlín; ilusionismo y adivinación: charla de iniciación. Café Boulud, 20 East 76th Street, Hotel Surrey. NY, 10021 Manhattan.”

            Sum, guardó su tarjeta con dedicación, y prosiguió animoso con las andanzas y figuraciones de su paseo. Compró un paquete de cigarrillos, y los partió uno a uno esparciendo los pedazos por el suelo, a vista de todos.

                                                                       *

            Sum, había oído, que los científicos habían afirmado en una revista especializada, que la decoloración de los cuerpos, pudiera prolongarse refractando sus sombras, hasta su traslucidez y desintegración lumínica, sobre el foco virtual, sin menoscabo de la materia o composición del objeto. Era así, el principio de la luz invisible. Esto, así, suponía para Sum, un avance en cuanto a su deseo de dominar los confines de la realidad, aun cuando ésta no fuera más que el encantamiento propio de un prestidigitador circunscrito a sus propios límites, siempre sumidos a lo descubierto sobre lo desconocido. La manipulación de lo posible, lograba en las manos de Sum, alcanzar cotas increíbles de invención, que sus espectadores cada vez más numerosos, elogiaban como proezas prominentes, más allá de su credibilidad o certeza. Lo cierto, para Sum, era, tan sólo, aquello, que se lograba desde el inesperado acierto, más que lo que se pudiera dar por cierto, en el cálculo de lo supuesto. En todo caso, Sum, siempre abandonaba la magia como recurso fundamental en sus números y espectáculos, sintiendo especial veneración por mostrar las cosas tal cual son. Esta condición, hacía de Sum, un mago tan extraño, como singular.

Sum paseaba por la calle 65 despedazando cigarrillos, a vista de todos, cuando un resplandor luminoso en un escaparate de una librería, le conmovió. Los reflejos de un icono, tal “su” lápiz, apuntalado en el cristal, ante al que se le pronunciaba igualmente, con lúcida nitidez, seductora e irresistible, como una clara imagen traslúcida, la apariencia tangible, que se presenciaba de «un libro», abierto, expresaba el contenido explícito de su misma inmaterialidad. Soñó atravesar este “cristal”, y tomar así los reflejos de “el lápiz” sobre la cabecera del “libro”, sin más mediación que la misma brujería, ante la frágil, y aparatosa, luna del expositor, pero comprendió pronto que aquellos sensibles viandantes que transitaban la calle, no estaban tan por darse a casos tan expuestos, más aún cuando la evidencia de los resultados, peligraba por su propia ejecución, sobre una realidad infranqueable en su posibilidad. En todo caso, el respeto a su tradición, exigía contemplar la brujería como un acto de magia negra, nocivo, y obsoleto, que se derivaba de inconclusas invertebraciones de la ciencia. Sum, fumó. Así, que, se le apareció un pequeño niño negro con indumentaria de botones, que se le acercó con gracia entregándole un pequeño sobre azul. Sum, no dijo nada. Salvo que reconoció haber estado en esta misma situación, en algún otro momento. Se limitó a recibir el papel: “Escuela de Magia Berlín; ilusionismo y adivinación: charla de iniciación. Café Boulud, 20 East 76th Street, Hotel Surrey. NY, 10021 Manhattan.”

            Sum, guardó su tarjeta, y atraído por el libro, apagó su cigarrillo, y atravesó la puerta de la librería.

  • Perdone, ¿cuánto cuesta un ejemplar de “la transferencia del virus español”?
  • Lo siento, señor. Ese libro no está en venta. Es sólo un simulacro publicitario de su autor.
  • Firme aquí y será recompensado…
  • ¿Y con qué me recompensarán?
  • Con el sorteo de un ejemplar gratuito único.

Absolutamente fascinado, Sum se alarmó.

  • ¿¡Y quién es el autor!?
  • Sum Twiss, el famoso prestidigitador Sum Twiss.
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