TRATADO HERMENEUTICO DESDE UNA ESQUIZOFRENIA POR INDEXACION (ENSAYO)
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LIBRO COMPLETO DE VENTA EN «AMAZON» Y EN SU LIBRERIA HABITUAL
FORMATOS EBOOK Y TAPA BLANDA
5. LA PÍLDORA DE “SU” FELICIDAD…
Los esquizofrénicos no tenemos «familia» sino que nos la han arrebatado. Cuando en nuestro cautiverio hospitalario esperamos ansiosos la «visita» no esperamos a nuestros familiares sino a aquella otra parte, que, en vez de proporcionarnos fármacos y terapias ocupacionales, nos proporciona víveres del exterior e información precisa necesaria para conducir la terapia al estado de alta, a conveniencia. Son los tutores que velan por el cumplimiento legal de los derechos contraídos a efectos de la incapacitación o supresión de los derechos privados que han sido dictados por la justicia como institución social implicada en el entramado afectivo y efectivo. No sin embargo a unos les corresponde el tratamiento y a otros el trato. Todo en su debida dosis, en su debida entrega y compostura, en el equilibrio óptimo para “su” salud. “Su” cuestión es: «¿Cómo puedo hacer yo para no afectarme?, porque con un enfermo es suficiente». Aparentemente un enfermo desequilibra el ambiente familiar pero lo cierto es que un enfermo es el mejor antídoto para todos los males que puedan acechar a una familia. No se debe desdeñar el saber que un enfermo une a una familia que no tiene otro sostén, nudo o anillo con el que contenerse. Un enfermo es la mejor medicina, un phármakos de efectos inimaginables. Un enfermo no sólo no tiene familia sino que en muy raras ocasiones se le reconoce en su rango cuanto sufre en nombre de sus allegados. No obstante convivir con la enfermedad es vivir envenenado. Al punto que se confunde en la enfermedad a la familia, o más exactamente, las relaciones familiares, con el mal resurgente. Por su parte, el clan familiar obtiene un tótem en su phármakos o «chivo expiatorio» que usa para cohesionar a los miembros de la familia e incluso les proporciona la protección y la amistad de otras. El orden es ideal; así como lo es embarazoso, lo es productivo. La justicia tan sólo dicta cómo se debe administrar este phármakos, que en ocasiones afecta a familias enteras inmoladas por sus thíasos, familias que deben regular el tráfico de los delirios y afectos procedentes.
Asimismo es de rememorar el parentesco familiar y su estructura actual como institución básica de la sociedad, como órgano fundamental de convivencia y fomento de los valores de la civilización occidental. Sin embargo se trata de una impostación reciente con posibilidades de transformación y reconstrucción, siempre según criterio de las autoridades morales pertinentes. No obstante, esta crisis metamórfica contiene un guion o estructura interior inflexible que perdura desde nuestros orígenes gregarios.
La figura del padre es siempre un ídolo fálico al que se le sacraliza en ocasiones expiando los instintos o pulsiones de vida y muerte del grupo humano, pues inspira la inseminación, el esperma o la semilla, el grano en sí, el origen de la naturaleza y sus fuerzas en contradicción. Es por tanto vida y muerte en un continuo devenir. La madre que es la tierra en sí como germinadora de la maternidad, de la progenie, no es sólo considerada como una institución de la natura sino la expresión de la natura manifiesta, la protección suprema, divina; en las sociedades matriarcales primitivas, la madre, ocupa el trono del gobierno del ordenamiento de los instintos y pulsiones en la exhortación de la thíasos, pues como reproductora de la especie y protectora de la vida asume su regencia. Sin embargo en el patriarcado propio de sociedades expansivas, desarrolladas y civilizatorias, la generación del poder, el instinto o pulsión de muerte, se sacraliza e institucionaliza, se formaliza, contra el orden intuitivo, natural e inclusive mágico que el matriarcado propone. Desde el canibalismo al parricidio, el ídolo fálico o dios expresa el sumo estatus del individuo. El holocausto humano, animal o vegetal se ofrece como expiación del dolor, el mal y la muerte, cualidades adversas de la natura que el dios puede contener y retener. Canibalismo, infanticidio o parricidio como holocaustos humanos son los más elevados en su dimensión. El cristianismo logra a través de un holocausto vegetal elevarlo a la naturaleza humana del Padre Supremo o Dios universal. La muerte del padre se expía a través de la representación de la vida del dios-héroe por la cual el miembro de la thíasos establece su referencia en el grupo que le proporciona un doble polimórfico para constituirse. En el occidente actual y las culturas solares es la madre como reproductora de la especie, símbolo de la perennidad de la humanidad, ídolo de la maternidad, la que somete bajo su yugo a los instintos de vida de la thíasos o grupo humano congregado. La madre en el patriarcado ofrece su vida al padre en el matrimonio (institución maternal), esto es al dios-héroe, para el ritual antropofágico y parricida del individuo comunal superado o simbolizado en el cristianismo por la figura del marido (que pertenece a la madre). Así pues, como institución familiar se invoca a la Diosa de la Maternidad con sus instintos de vida y sus deseos de sucesión ofrendada al padre poderosísimo e inmortal por trascendencia cultural, y es aquí que se sacrifica de su camada a su doble o elegido de la thíasos como daimon o phármakos que como un antihéroe padece su esquizofrenia fatal por semejanza al dios y cuestionamiento o suplencia de su heroicidad o divinidad. Es esta heterodoxia de los valores, este skyzo, el que surge en la familia occidental como representación filial de la figura paterna, como copia de seguridad de la potestad o el rigorismo apolíneo de la administración familiar, como sustitutivo inclusive del lingam pattern, y que culmina en el incesto ficticio o material, según la cultura, o sea, en su abstracto análogo simbiótico, es decir, en la renuncia a cuanto reinstituye a la institución patriarcal por la común-unión materno-filial. Asimismo la hembra se sacrifica por enroque. Es decir, como Diosa de la Maternidad es ofrendada al Dios en su satisfacción fálica y suprapatriarcal. Esta depravación de relaciones siempre en atención a la reconstrucción o sumisión de la institución matriarcal en el occidente actual afecta al matrimonio en su relación sexual y al afectado esquizoide en su desarrollo humano. Sin embargo no es nada más y nada menos que estructura esquizógena consecuente de la evolución potestativa de la organización social humana sobre su institución familiar y su instauración. La consideración del cristianismo sobre la virginidad de esta diosa de la maternidad por deferencia de la tradición historiográfica se posiciona ante una pureza inviolable que trasciende la institución cultural en su pilar religioso y su expiatoria iniciación insuperable.
TEATRO.-
Teatro Skyzo.
“Así Electra, en su filiación maternal, adora como hieródula al heroico padre dios supremo en su reino. Y sólo su hijo Edipo rey puede aquí formular el deseo de una metempsicosis compartida con la divinidad. Se sucede el matrimonio monógamo como una institución que comprime el incesto posible. Y así, la promiscuidad sobre la poligamia como poderoso atributo recursivo desde una homosexualidad desviada por una depravación de falsa moral.”
«NIVOLA».-
La imaginaria le transportaba a un submundo de interiores, al cautiverio de la indómita expresión de sus maldades. La despiadada impresión sobre el contencioso humano le propulsaba a la máxima de sus magnánimas elucubraciones resueltas. Así, ese retablo, confabulaba sus emociones con sus pensamientos, refería sus decisiones e indecisiones sin dilaciones a la incongruencia. Así, este oráculo, se cargaba de contenido. La expiación de su misma efigie encontraba, más allá de sus aspiraciones propias, la impronta de un Dios, anhelado en Su recreación redentora de Sus Sacrificios, por establecerse en la consistencia de una realidad secuestrada por el dolor y la sinrazón de la quimera.
J.J. Jota manipulaba las palabras con la extraña habilidad de un estatuario, a la aprehensión de resultados conceptuales de una ignorancia descalificada y repudiada. En su realidad excelsa, describir como «un médico del alma», amparado en su reflexión con las palabras y sus evocaciones, la idea de un Dios superlativo, omnipresente, e incuestionable, que se manifestaba desde la aferencia misma de los contenidos de sus palabras, siempre irrevocables, descriptivamente políglotas, se iluminaba con el brotar de una creadora ensoñación que le propulsaba a un mundo, por incompleto, redentor. No así, era así no más que el aplicar la palabra a Dios Supremo sin concesión. Esta continuidad inasible, que resurgía desde su misma manifestación, proponía un glosario de adoraciones; Dios o dioses, Santos o héroes, trataba de acotar la expresión de sus obsesas e incesantes glorias, compartidas en su indeterminado reconocimiento. Ahí su biblioteca, a la pronunciación cautelar de las prohibiciones: «también soy un libro», se decía.
La iconográfica manifestación del lenguaje y su literatura (sí es sí, no es no sí), parecía expandirse y explayarse sobre su mismo principio en la continuidad histórica de su cuestionable designación. Nunca comprendió cómo era posible comprender. Sin lugar a duda, este pobre conocimiento, expresaba una idiosincrasia implacable. Una conformación que aún por inenarrable, consistía en razón a su imaginación. La palabra había claudicado aquí la observación de sus propios recovecos, por su delimitada fastuosidad modelable. Ahí estaba el Cristo que se ansió desde que el verbo se hizo carne después de que se masticaran las palabras. Esculpirlas era una necesidad metabólica, entrañable. Una visión impronunciable, la representación teatral de la mente sobre la luz de las neuronas.
La ciencia había sucumbido de tal modo que se integraba en el mundo como única opción. Así, el continuo devenir de ir y venir sin regresar adelante como punto de partida. Así la lectura del tiempo que se precipita tomando impulso hacia atrás para llegar al consecuente destino del presente. La concesión es la realidad manufacturada. El precio del artista alfarero es la contemplación de su obra, la evocación de lo ausente. No así surge la falacia como propensión sofística, y aquí, no se pronuncian los nombres de las palabras. Éstas son supuestas e innecesarias, aquí, referentes a sus existencias, nulidades de modelaciones refractarias e imperecederas. La versatilidad de la pluralidad de signos impone la confusión, y la indeterminación de sus significados como suposiciones de sí mismos. Es la hora del reloj.
J.J. Jota titubeaba ante la inminencia de su solución:
- “¡Quién no fuera yo!”
La imaginaria le transportaba a un submundo de interiores.
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«Alicia en el País de las Maravillas» (de Lewis Carroll) o «Peter Pan en la isla de Nunca Jamás» (de J.M. Barrie) son dos modos diferentes y complementarios de entender el «mundo feliz» sin necesidad de fármacos o tratamientos adicionales, sino a través del poder mágico de la palabra. Ambos son, en realidad, viajes interiores, fabulosos y sobrenaturales. Su apariencia imposible se justifica en su necesidad imaginaria. La realidad se doblega y se re-construye para inscribir y posibilitar estas metáforas. Aquí el proceso psíquico humano se posibilita a través de la ficción en la construcción simbólica o alegórica de estos personajes que son la referencia mitográfica convencional de aspectos culturales universales que afectan explícita e implícitamente a la voluntad del individuo contemporáneo. El esquizofrénico o la mujer esquizofrénica sueñan con unas actitudes o capacidades fantasmagóricas en un mundo fantasmal. Las historias de las dos fábulas referidas se accionan como delirios estructurados con un lenguaje literario y social que logra imponer la fantasía sobre la más ignota de las realidades humanas. Esta fantasía constituida por los fantasmas o inspiraciones provocadas por hados o musas o bien por el estro mismo como energía sexual creadora es la misma materia con la que el esquizofrénico crea su paranoia. Lo realmente sorprendente es que en ocasiones la paranoia de los esquizofrénicos parece contenerse como elemento sustancial en uno de estos «delirios fantásticos». Entonces inclusive se llega a psicoanalizar o diagnosticar a sus autores sin discriminación. Esto es extrapolable a cualquier arte o artista ya sea lírico o literario, dramático o plástico, musical o de cualquier índole, puesto que aquél que se somete al proceso creativo emprende una acción cultural que la cultura como institución siempre va a tratar de refluir o absorber como acción referente a sí que es. La paranoia se extiende como mensaje subliminal tanto en la represión del enfermo mental o esquizofrénico como marginal designado a la expiación estigmática colectiva, tanto como mensaje subyacente en la efusión comunicativa de la heka del proceso del creador artístico. Ontológicamente, la esquizofrenia, así que se manifiesta en el individuo como creador, resulta constituir conclusivamente una impostación, que, a modo de reclamo o invocación, estructura la fantasía así que ésta se acepte en la realidad a través de la censura y la cosmovisión. Es así pues el arte de la paranoia el tratamiento más eficaz contra la esquizofrenia, su manifestación disuasoria pertinente.
No obstante, la historicidad fabulosa de las paranoias pertenece al ámbito de la intimidad del esquizofrénico y no se comparte sino que se protege de la otredad. El esquizofrénico no comparte su paranoia ni coopera en su dilucidación colateral. Es así que el esquizofrénico no reconoce su esquizofrenia sino que la contiene o padece. El esquizofrénico no comunica su fabulación en tanto resulta posible «no comunicar». Esto es así que el esquizofrénico puede lograr saber que padece una esquizofrenia pero este conocimiento asimismo no le exime del padecimiento de esta enfermedad aunque bien sí le proporciona unas herramientas cognitivas efectivas para el tratamiento de la misma, o sea para el criterio interior de su creatividad. Cuando el esquizofrénico trata la realidad como un campo de realización de su esquizofrenia y no así como el aspecto fundacional necesario de su esquizofrenia a su exoneración establece una relación psicopática de sus contenidos en tanto al efecto de sus deseos íntimos y oníricos ante la performance de la cultura por esta realidad misma. La personalidad creadora cuando se traumatiza recrea el objeto de su creación como un elemento de transferencia endógena en tanto que en su pronunciación internal obtiene una referencia egoica no social que compone su personalidad. No así desde aquí se pretende trasladar a la colectividad social un deseo íntimo y onírico de la personalidad del individuo sobre la voz colectiva representativa más que autóctona o individual. Cuando esta personalidad creadora se manifiesta en su objeto estructurada como expresión e impresión de las fantasías del «discurso interior» en orden a unos objetivos de criterio sujetos a la integración intercomunicacional con la otredad así que se produzca o reproduzca como extensión de estas mismas fantasías y no sólo como reflexión, conforma una expresión de la creatividad en la que la esquizofrenia se supera tratando de establecerse como un aspecto más de la cultura que se asimila por omisión y negación, no únicamente por su participación en oposición o contrariedad antisocial.
Así pues es la paranoia un fenómeno creativo aunque intransferible en su condición que obedece a un intimismo autocrático no vinculante de la personalidad creadora individual que por tanto se sostiene desde la representación simbólica de arquetipos culturales representados como manifestaciones de los principios o fuerzas de la naturaleza fundamentales o primigenios, universales, que de este modo se presentizan a través de la adversidad o animadversión external frente a la otredad y en la exposición a una cultura concertante en el medioambiente adaptativo. Es así el homo creator expresión categórica determinante de este estadio humano referente a la inteligencia y su evolución como capacidad creativa transferente de este fenómeno en la evolución biológica natural. No obstante, añadir aquí que la técnica del especialista en campo que se aplica en su defecto y efecto como productora de la misma esquizofrenia e inductora a su disolución o detección encuentra en la etnografía antropológica un recurso de establecimiento de relaciones vinculantes de empatía y distanciamiento con la misma esquizofrenia y otras enfermedades mentales, un modo entre otros de registro experiencial in praxis, cuyas observaciones resultan contrastables por la manifestación creativa de una hermenéutica referencial, así que se ocasione la integración holística con el objeto o sujeto de estudio, evitando así su aislamiento apriorístico o extrañamiento diferencial aportado desde una anagnórisis estructural, reflexiva y binaria de arbitraria observación. Es desde aquí que la esquizofrenia se manifiesta como mal de la cultura atribuido al individuo que experimenta una renunciación íntima a una aceptación psicopática de la transferencia cultural. Es la cultura la que exige con la imposición de sus simbologías, la composición de la esquizofrenia en defensión de una estructura sistémica convencional de comparticiones, la exposición abstracta y aleatoria con relación a los intereses de poder, la sumisión en la consideración de la cultura como un elemento de usos necesarios, y no como se deroga, únicamente un medio biológico constitutivo de integraciones relacionales. Es así que la cultura no es una invención necesaria sino una realidad natural como fundamento gregario. En este sentido se incoa sobre el esquizofrénico a padecer la marginalidad social y la enajenación por la imposición exógena del mal adverso colectivo y se le reniega así al reconocimiento social por la cultura que establece de este modo su esquizofrenia ante la disidencia necesaria e impuesta. Es así que este mal exógeno se localiza en el sistema en una pretensión continuista de la afección reguladora por aferencia. La esquizofrenia ni se domina ni se redoblega sino se integra, y en tanto al esquizofrénico, en tanto que a sí mismo se padece, por metonimia renuncia a su padecimiento, así que esta renunciación se considere social y culturalmente aceptable y necesaria desde la liberación del propio imaginario y su ratio. Asimismo la expresión y la voz social del esquizofrénico en tanto a su creatividad de cualquier índole se secuestran en sí mismo per accidens. Aquí, por tanto, la palabra en su exacta función deferente y relacional en el playing-on.
La esquizofrenia puede ser un mal fabuloso hecho realidad. La industria del cine produce anualmente miles de dólares creando películas «maravillosas» que el público ve en las salas acondicionadas o en los DVD’s de sus casas. Al igual las industrias editoriales publican libros «fantásticos» que se traducen a cientos de idiomas que los lectores leen en las estaciones de metro, en los trenes o autobuses, en las bibliotecas o en sus hogares o lugares de vacaciones, en la playa o la montaña. Sin embargo hay otros espectadores que no se conforman con estas ofertas tan convencionales. Para ellos estos libros o películas son a sus sentidos y sus mentes abstracciones o dobles que no superan la intensidad lumínica de la realidad ni proporcionan el auténtico éxtasis de la katarsis aristotélica dionisíaca. Estos sujetos marginales son potencialmente drogadictos, alcohólicos o inclusive enfermos mentales que han objetivado su posición en la demanda cultural y que ahora comienzan a ser contabilizados por las industrias para su integración social y emancipación.
Estos individuos conforman un movimiento de marcado carácter dionisíaco. Alcohólicos y enfermos mentales se re-crean en el mismo acervo de la cultura. Los drogadictos o toxicómanos que se relegan al ocultismo o al secretismo tal como delincuentes en la disidencia ante las prohibiciones de la sociedad cuya personalidad social autárquica no tiene otro nexo positivo que vaya más allá de una restructuración colectiva a los efectos de la diferencia en tanto que por consecuencia se desvinculan en la renuncia a la cultura tal como marginales, se unen o re-únen a la veneración de un «cuerpo tributario». Es así que la reivindicación de transformación o construcción de una nueva sociedad o cultura en la exposición de estas voces marginales se propone tal como divergente en una utopía ilusoria de las fantasías que el propio sistema domina y regula así que se mantenga el «desorden» establecido. Aquí la creatividad convencional se sujeta a la capacidad estratégica del individuo por establecerse en la estructura de consumo y producción. Sin embargo estos sujetos toxicómanos o consumidores de narcóticos como personalidades sociales in actu saben obtener particularmente su experiencia creadora a través del «soma» elegido como enteógeno o tótem. Así se congregan en cortejo ante este «cuerpo tributario» como expiatorio o doble sustituto de la personificación del dios-héroe o libertador para subsumirlo al cuerpo social en la decantación de valores intransigentes y caducos resistentes a su extinción o cambio no favorables a las liberaciones o imposiciones postuladas en el «desorden» global. La droga se suministra desde la marginalidad social o el secretismo y en tanto que defiende su status culturalis propone el establecimiento de un círculo social necrófilo que se interna y se adosa en disonancia residual a la estructura y superestructura tanto de las sociedades dominantes como de las antagónicas o divergentes en el sistema. El toxicómano o drogadicto se libera del estigma necrófilo de su manía o adicción en tanto que se admite su socialización y consumo por parte de la sociedad receptiva y conceptiva a la que pertenece con sus consecuentes cambios remotos. No así pues esta ingestión tóxica consiste en una renunciación cultural, una autodeterminación o una automarginación que posibilita incluso la experimentación de un delirio esquizótico como consecuencia de una katarsis dionisíaca que constituye así la integración en una terapia colectiva o expiación del mal surgente e insurgente en la «común-unión» inferida con el ídolo fálico, el dios-héroe, e inclusive, con la potestad de sus propios phármakos o hieródulos sacrificiales, siempre a través de la regulación en el narcótico enteogénico. En la conciencia del drogadicto durante el trance se sustituyen a modo de representación teatral los valores culturales, las vivencias y las emociones, los recuerdos y la experiencia personal. Una nueva realidad suple a la realidad transformada que queda satisfecha y asombrada por el cambio. Este trance alucinatorio y delirante que expía así al mal sitúa al espíritu «más allá del superhombre». La libertad como valor moral se advierte más allá de lo formalmente establecido o más acá de la renunciación consciente que supone exonerar al phármakos social de su expiación que se inscribe así en una contracultura. Cuando los efectos de la droga o el delirio alucinatorio se calman el individuo regresa a la realidad, que, ahora, depende de los nuevos condicionantes formales para integrar la experiencia en sus circunstancias transgredidas a la obnubilación y la marginación.
O sea que determinados sujetos racionales se somatizan transfigurando su pensamiento lógico-abstracto en mágico-simbólico obteniendo así una experiencia de naturaleza psicótica o irracional. Y, de este modo, se organizan culturalmente inscritos en la estructura social para subsistir integrados mentalmente en la civilización a transformar. Esta disidencia se fomenta suscrita por la misma cultura mediáticamente a través de sus foros convencionales o marginales así que aquellos sujetos rebelados contra la estructura sistémica son remitidos al «doble» concerniente de la esquizofrenia, o sea, la somatización o narcotización enteogénica que bien asclépica o bien dionisíaca conjuga la implicación directa o indirecta de la derogación de los postulados cuestionados. La industria mediática de la cultura como el teatro, el cine, la televisión y la literatura entre otros y demás, así como regula la expresión mágico-simbólica del pensamiento social y establece el dominio sobre lo irracional propone asimismo la disposición al individuo a la disidencia marginal preestablecida en tanto al establecimiento del orden integrativo en cuanto al mantenimiento del sistema. Desde aquí los dedrakós regulan a través de sus phármakos la exclusión sociocultural de los rebeldes. El narcótico resulta una composición de la superestructura que determina y delimita la exención contracultural revolucionaria o involucionaria. De este modo la marginación o su instauración integral en la viabilidad expresiva del sistema.
Asimismo estos círculos sociales necrófilos de los estupefacientes o narcóticos creados para actuar como «cortejos dionisíacos» se inscriben en las ciencias médicas tanto alopáticas como holísticas o de cualquier otra índole o tradición para postular desde un trato o tratamiento asclépico o apolíneo abandonando su obscurantismo. Inclusive la tradición chamánica actuará con el enteógeno bajo esta disposición, en tanto que su cortejo dionisíaco o bacanal oficia para la extinción del mal en la comunicación extática con la divinidad. Aquí tanto el individuo como la cultura encuentran su phármakos. Así la extensión al placebo como medicamento sugestivo universal, recurrente en las condiciones expiativas óptimas en la inmanencia de la constitución humana a su polivalencia en la vertebración estructural de la cultura, sustituye afectiva y efectivamente todo sufrimiento y dolor sacrificial humano por una eudaimonía exenta de ratio determinante. El cristianismo parece adoptar y trascender esta comprensión enteogénica y dionisíaca de la cultura de un modo si no universal, sí históricamente mesiánico o inclusive milenario en su aportación. El cannabis del oriente, el vino del occidente, o el soma ario son expresiones enteogénicas de una medicación que se suministra etológicamente. Estas pócimas o remedios mágicos actúan como reguladores comunales o fármacos de una conciencia que se entrega sin dilaciones tanto por somatización como por sugestión a la inducción colectiva. Su acepción dionisíaca por la que se obtiene la expansión y liberación de la conciencia individual sobre la misma cultura frente a la apolínea que proporciona la integración y común-unión / común-in/acción de la conciencia individual y social en su cultura se interaccionan en correlación con las posesiones «diabólicas» de la contratransferencia cultural y su aculturación. La civilización occidental actual en su estructuración sistémica impulsa a la globalización cultural como forma de etnocentrismo universalista en tanto que desprecia o repudia la admisión integral de las diferencias por las culturas residuales. Esta intransigencia en la comparecencia global de las culturas propone la exacerbación de los nacionalismos oprimidos y asimismo resurgentes como resistencia a la extinción autóctona. Los individuos en sus culturas observan y padecen esta alienación que les transfiere el sistema en su proceso de avance y desarrollo cultural y civilizatorio. La expansión demográfica terráquea es insuperable y sus paliaciones sumen a la humanidad en compromisos o concluyentes decisiones de difícil viabilidad en tanto a la reserva de una misma integridad. Es así que el hombre común en su variedad asiste a la desintegración y reprobación de sus culturas aun cuando el sistema obtenga su objeto de programación global en esta misma. Es así que así se conquista el «dominio» sobre el mal de la cultura y se practica la racionalización del enteógeno y la vertebración del phármakos desde la «subyugación» de la esquizofrenia y sus consecuencias. El psiquiatra que sustituye el mal afectivo por un mal efectivo de dominancia a través de los psicofármacos ejerce y administra la terapia desde sus aportaciones disyuntivas. Los presupuestos aportados por el paciente se interpretan por una metodología contrastable así que su conocimiento médico les detecte. La expresión biológica del mal en sus acepciones física, psíquica e inclusive espiritual, actúa en consonancia con la reprobación del paciente ante una sintomatología vulnerable de propagación efectuada por una inercia o metástasis que se sobreviene o enerva ante las decisiones adoptadas a su continuidad. Se constituye el planteamiento sobre el que el terapeuta psiquiatra realiza su «proceso creativo» pues se establece bajo preceptos aleatorios en tanto que dirime según unas determinaciones intuitivas aportadas por su interpretación racional, dado que revalora sus intervenciones sobre premisas las cuales no siempre refieren a fundamentos estrictos o formales sostenibles. La construcción o reconstrucción del campo psíquico de un paciente obliga a ejercer necesariamente una técnica de intercomunicación expresa y efectiva a los efectos creativos referentes a su reconfiguración integral. Un cerebro es al fin y al cabo un órgano irrepetible con una evolución cuasi impredecible, con una facción o idiosincrasia indeterminable. Aquí la disección del mal requiere de una metodología terapéutica más o menos alterable e imprevisible que limita por «convexidad» a la creatividad y sus técnicas en tanto a la preconcepción contenida en su ejercicio científico a la consecución de su fin como a su solución o resolución efectiva. El psiquiatra como oficiante del culto asclépico estudia con rigorosa racionalidad cientificista las estructuras mágicas y simbólicas afectas sobre la irracionalidad y formalidad de su paciente. Esta tendencia a la recomposición racional constituye el precepto de su ejercicio científico humanístico y social a limine, a la vez que expresa así su capacidad para recrear la mutabilidad de la persona humana y sus conductas o conocimientos contingentes.
El toxicómano o drogadicto padece en su trance un brote psicótico-maniático de etiología lógico-abstracta en tanto que se deriva volitivamente a la experimentación mágico-simbólica de su percepción y pensamiento formal. En ocasiones el toxicómano o drogadicto (alcohólico, cocainómano, heroinómano…), que se debate por status culturalis entre las inclemencias y violentas adversidades de la disidencia y marginalidad convocadas e invocadas en la estructura componente del círculo social necrófilo del narcótico y las drogas es asimismo tratado como consultante asclépico, en tanto que desde este culto se procura la re-con-versión del individuo al sistema por la tendencia de la cultura hacia la integración por la misma de la derivación de su contrariedad personal, sumida en la misma cultura como órgano protagónico. Es así que la reintegración sugerida en las culturas de su disidencia formal y previsible se instituye más allá de la conveniencia de la completitud de sus partícipes, en tanto que sustrae de esta experiencia colectiva los elementos fundamentales para aunar criterios de acción al impulso del avance cultural prescrito, no en tanto a la reanimación propia del paciente que no es más que un elemento mediático de uso a este cometido tal como zombi en inmolación. Cuando el individuo esquizofrénico, enfermo mental, toxicómano, o disidente marginal expreso, así su estructura de pensamiento, incide sobre su manifiesta «renunciación» en tanto a la inadmisión sobre la adaptación de su categoría psicobiológica y social voluntaria o involuntaria, el sistema le somete a un juicio crítico sociocultural de firme sentencia inapelable e irreflexiva o aparte «límbico» para de este modo recabar sobre el cuestionamiento de los elementos propulsores a su oposición al sistema que así usa por inferencia al «cortejo dionisíaco» como una institución más de la cultura que actúa por aferencia en la necesidad de regular a los sujetos sediciosos. Aquí las estrategias del cortejo dionisíaco para propagarse son aleatorias en tanto a que no persigue una contabilidad capital sino una eficiencia en la organización y supuestos sociopolíticos y culturales de sus respectivos e incluso antagónicos líderes al efecto. El individuo disidente que aspire a renovarse y reintegrarse por sí y para sí más allá de sus limitaciones biológicas o psicosociales no lo logrará en tanto que la cultura impondrá su categoría estatutaria como resulta propulsada por una aversión al propio sistema y en este sentido padecerá un reconocimiento intransigente no eximente a las consecuencias inapelables del mal y su manifestación. Es así pues que la cultura se conforma como el objeto mediático donde los sujetos se solventan la adopción de la esquizofrenia y sus males en un orden caótico de transferencia. He así que este «desorden» propone a pesar de su rigor apolíneo ponderable un modo de concebir el pensamiento mágico-simbólico como inscripción vertebral necesaria en el individuo que interactúa con el desarrollo de la racionalidad colectiva del pensamiento formal o lógico-abstracto. Y es así que la tendencia resolvente por la «creatividad / re-creatividad» como expresión mágica del pensamiento más allá de la razón, aquella que se manifiesta gradualmente en el homo creator, encuentra en el narcótico un «doble» social sustitutorio por el que transferir al sistema contenciosamente el deseo y la necesidad de una civilización extraordinaria regida por la única articulación del ejercicio de una voluntad libre para sus individuos.
En todo caso parece del todo cierto que la droga se presenta para el ser humano que se mantenga con «los pies en la tierra» como «la píldora de la felicidad». El phármakos clínico con que se trata a los enfermos de esquizofrenia u otras enfermedades o alteraciones mentales tal como el «soma» de la novela «Un mundo feliz» se receta facultativamente en atención directa a esta «felicidad» malograda que aspira al «paraíso» prometido y nos resuelve como un espejismo los reflejos de la iluminaria que el sistema trata de manipular en su expresa visión a conveniencia de sus organismos de decisión. La publicidad y propagación a través de los medios de comunicación y difusión de la necesidad de «somatización» biológica para adquirir las liberaciones de nuestros males así como para obtener «pasaje a paraísos o estadios supremos de “su” felicidad» es un mensaje continuo y permanente en nuestra cultura de consumo que incita al subconsciente con persistencia o a consumir los «somas» designados o a asumir el fracaso y la marginación como un modo de vida para partir y compartir desde la opulencia y la ostentación. Así como el culto de Dionisos exige la renunciación, el culto de Asclepios supone la disposición. Pero si «eudaimonía» implica renunciar al mal más que aliarse a un modo de hacer y pensar incuestionable, nuestra «renuncia» no implica necesariamente tomar la actitud propia y esperada por el cliché del «renunciante» sino que superando la palabra más allá de su designación conceptual u objetual en el nivel de la transferencia experiencial del significado en su profundidad superior, inferir sobre la cultura la manifestación de una auténtica «renunciación».
“Y es así que este baile esperpéntico de máscaras impuesto por el sistema a los más dóciles bailarines sensibles a los compases de la orquestación concluirá con sus últimos acordes arrebatados por el ritmo impertinente de aquellos que en «cortejo dionisíaco» con sagaz imprudencia se superpondrán a la apolínea sinfonía que se interpreta al concierto de la composición total.”
Se renuncia, pues así pues, incluso a la «eudaimonía».
Más que Dionisos nos prometa la ambrosía.
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“Soy un mártir de la felicidad, esto es que no me la podrán arrebatar… ¡Qué Dios proteja a mis enemigos!”
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“Las aventuras de Pinocho” (de Carlo Collodi) es la fábula por antonomasia de los fabuladores. Es asimismo una apología de la iniciación del creador. El maestro forja a Pinocho desde su vegetativa naturaleza inanimada con el deseo de su transferencia emocional y humana al objeto que a través de la musa tal como una madre maga o hada madrina recibe el impulso vital de la existencia sujetiva. Pinocho no es humano es de madera, materia vegetal, estadio primero de la vida que se contiene aparentemente sin emociones, inerte. Su hada madrina le insuflará el hálito de vida aun con el propósito de enmienda y superación ante las pruebas iniciáticas a las que se someterá a un Pinocho pretendiente electo. Su maestro iniciador le transmitirá el deseo de llegar a ser, la insuflación de la creatividad existencial, el anhelo a la reconversión y la transmutación, fundamentos para establecerse en “la potencia del arte” como estadio en el que el ser humano se inicia para llegar a ser alquímico y mutante. Esta insuflación de la creatividad, otrora en el propio designio de la sabia maestría de Geppetto, que se sumerge en un paternalismo proteccionista sacrificial por la «construcción (educación / formación – realización)» pero no en su «construcción (procedencia / origen – destino)» en tanto objeto de la naturaleza humana para la naturaleza humana, actúa como motivador credencial para que Pinocho, que rechazado como objeto inservible e inútil en la realidad humana «social o cultural», obtenga el hálito de vida que su hada madrina a modo de musa le presta necesario y complementario a este designio en la voluntad de su maestro. Su periplo está pues encaminado a alcanzar la sujetividad y por tanto humanidad. Es decir, a llegar a Ser, y cuando no se es se es objeto o cosa o nada y si se llega a ser se llega a ser creador del ser que se es porque éste es la recreación, modelación, reflejo sujetivo de la humanidad y su doblez, manifiesto artístico presente de la insuflación del hálito de la vida. Y Pinocho que se adentra en la iniciación del llegar a ser se pierde en el laberinto de la existencia una y otra vez para «re-crearse» con las pruebas que debe superar hasta constituirse como Ser. Es Pinocho una y otra vez quien habrá de llegar a ser para que su naturaleza inferior se colme de sentido. Llegar a ser lo que no es. Su propio maestro y progenitor Geppetto y su hada / musa / madre sufren esta iniciación como preceptores sin abandonarle en “su” cometido. Finalmente, Pinocho, con experiencia y talento electo logra transmutar su naturaleza primigenia y vegetativa para convertirse a la sacra materialización de la insuflación anímica del Ser en la compostura convenida. Supera pues así los entresijos de su misma voluntad y al dominio de su propia conciencia se resuelve su humanidad y surge apto para existir y «re-crear» desde una personalidad constituida (meritorio) hic et nunc.
Es esta fábula de los fabuladores una metáfora sobre el proceso de la germinación de la esquizofrenia y del arte como iluminaciones ambas provocadas por un impulso originario entre la existencia y la creatividad que podemos considerar dentro de lo manipulable y reflexivo, y siendo ésta, la esquizofrenia, la solución expiada del relato. Al artista a diferencia de Pinocho cuando dice mentiras durante su periplo o al esquizofrénico que no alcanza su transmutación se le conviene naturalmente para recibir afanosamente «sus mentiras». La esquizofrenia se nos presenta como el Minotauro del laberinto al que Teseo debe dominar. Este alcanza la salida o su naturaleza épico-heroica hilando su destino y recapacitando su decisión. Es la esquizofrenia el Minotauro de un laberinto continuado de las aventuras de un Pinocho insalvable sin conclusión cuyas mentiras o paranoias se reconvierten en la última inflexión por la que éste se reconoce el Minotauro mismo. Es Pinocho personaje que transmuta a persona. Su amigo Mecha es humano que quiere transmutar de persona a personaje en sí, o sea sé, a «esquizofrenia», y así sufre en su denigración las propias y mismas pasiones y contrariedades existenciales de una renuncia a la integración. Este encuentra así la humillación y el maltrato y finalmente le derrota “la muerte”. Mecha sufre de este modo la esquizofrenia en su opción más humana. Se logra proyectar e integrar en su propio y mismo Minotauro como extinto per se. Es así que «no le crece la nariz cuando dice mentiras sino que se afecta de las mentiras que dice cuando le crece “su” nariz». No así Pinocho llega a ser considerado porque encuentra a Pinocho en su laberinto recreador. Pinocho está designado a superar la gestión de su naturaleza ad imum.
Así como los toxicómanos adictos encuentran el dominio afecto sobre una esquizofrenia a través del enteógeno que les proporciona la integración de lo irracional en sus mentes formales, así los esquizofrénicos se oponen a resolver la cifra de su laberinto, en tanto que siempre muestran el deseo de permanecer en phantasya. El esquizofrénico no logra trascender su personalidad a su constitución sujetiva, o sea, su irracionalidad mágico-simbólica le sume sempiterno en la irrealización. Cuando sufrimos un brote psicótico se activa nuestra fabulosa expresividad, que, a diferencia con Pinocho, que surge desde la materialidad deplorable a su espiritualidad creativa, no remite sino sobre la constitución de una personalidad sujetiva propia en su alteridad. No así nuestras actitudes delirantes, nuestra naturaleza primigenia, reinciden en la reanudación de la construcción de nuestro personaje social, que con estas paranoias o historias constituye la salvedad que aguarda su licenciatura, siempre denegada. Son Pinocho y Mecha una expresión de una misma realidad complementaria en tanto que la realización o irrealización se compone de un mismo avatar. Estos relatos sobre nuestras biografías o «tragedia vital», donde actuamos como héroes impulsados por nuestro imaginario, se comparten con los toxicómanos o drogodependientes en relación al ejercicio de su voluntad, renunciante a los medios catárticos transferenciales y contratransferenciales de la cultura, por la adscripción a la repulsa contracultural en la marginación o aversión sobre los formalismos racionales convenidos, en atención a una dependencia somática que provoca el dominio afecto de esta katarsis sustituida, y el control de una esquizofrenia que no manifiesta su doblez e impulsividad, en tanto que se mantiene suscrita a la alteración de su somatización enteogénica. Es la ludopatía o la cleptomanía, entre otras, adicciones compulsivas que expresan renuncias irresueltas en tanto que no se contractúa no más que por evocación al miedo y por provocación al sistema.
A través de la expresión artística el hombre busca su felicidad como fundamento de integración colectiva y personal. No así que en la cultura se determina el arte extrapolable como «doble interpretativo, más que representativo, de la realidad humana». Mediante su liberación individual y social se pretende un estado catártico que invoque esta eudaimonía en el individuo partícipe. Se construye así una articulación que mediante su duplicación propone una re-visión depurativa de la integración humana cultural y su eudaimonía adyacente. El arte es así pues una terapia de la misma «naturaleza humana» propia de su propio modelo reflejo de re-integración gregaria y desarrollo sociocultural e individual. No así sin embargo los psicofármacos, las drogas sintéticas, las drogas procesadas, y, en general, todos los tóxicos, tanto naturales como de elaboración son en realidad asimismo terapias supletorias y artificiales o artificiosas de ingestión, y, por tanto, fundamentos formales físicos y reactivos en la articulación del procesamiento cultural y las katarsis terapéuticas. Es asimismo que estos «somas enteogénicos» de regulación superestructural se consumen en nuestra actual civilización en ambientes de esparcimiento y enajenación alienante donde los individuos acuden a eludir sus realidades más que a tomar conciencia de las mismas. Inclusive su «expresión artístico-creadora» se suma a esta alienación mediante una suplantación de reclamo por seducción premeditada. Aquí todo está dispuesto para este ritual y su ceremonia expiatoria de enajenación contracultural. El ambiente, la música, el decorado, los olores, los bailarines, toda esta «comedia lumínica» está aplicada al “psicoescapismo” que luego continúa inscrito en la cultura en la intencionalidad volitiva de sus adeptos. Es en realidad que toda droga es somática y potencialmente terapéutica y artificial, a más en las más de una suplantación escapista de la individuación social. No así la droga en nuestra cultura actual y coetánea es el enlace preestablecido a la enajenación esquizógena o a su conferida disidencia renunciante. La droga en nuestra realidad social es un artificio articular que suple y repara la impotencia colectiva a organizarse ante su inconformismo sociocultural y “su” conferida eudaimonía. Sin embargo se puede afirmar aquí que es a su vez la expresión primaria de la articulación de la «creatividad artística humana». La cuestión es que el hombre, que es un ser artificioso y convencional, no encuentra en la expresión artística como «doble» de su expresividad, como terapia o como actividad recreadora, ni la liberación ni la proyección o realización de sus deseos e ilusiones personales a su misma imagen y semejanza, sino a través del trance alucinatorio, de su entrega al delirio morféico, unidos con relación al origen dionisíaco de la expresión artística. O sea que la felicidad o la eudaimonía se castra en la ilusión de la ficción, que se sugiere aquí como una consecución de integración colectiva en el medioambiente, que exenta de participación al individuo por una interferencia de acomodación psicobiocultural.
Aunque es de señalar, que la felicidad o eudaimonía, es más una actitud del individuo ante la cultura, que una consagración consecuente de ésta misma en el individuo, por lo que se ha de liberar de sus presunciones propias, y desde la que ha de reconocer las auténticas necesidades de su mismidad. La eudaimonía se presentiza cuando el individuo establece una reciprocidad entre su ánimo y su otredad sin diferencias ni divisiones. Así las circunstancias sólo nos hacen felices si nuestra mismidad acepta en tanto a nuestra comparecencia. Es por esto aquí que no existe una verdadera «felicidad social» inamovible salvo que se obtenga un «doble» de una felicidad figurada en su articulación recursiva. O sea, la aceptación de una posible «felicidad social» consiste en el reconocimiento de nuestras auténticas necesidades humanas más que en una correlación desiderativa. Aquí se hace necesario un rigoroso entrenamiento para alcanzar el estado del ser en la auténtica «eudaimonía o felicidad humana», y esto que se sabe se ignora porque no se consume. Sus practicantes son iniciados elegidos que han renunciado al «mundo» y a sus apegos e ilusiones, a sus enteógenos contraculturales y a sus ambiciones formales. Estos «cristianos» sí pueden afirmar cuando “comulgan” que han descubierto la píldora de “su” felicidad. Un pedazo de pan, un caramelo o una onza de chocolate es suficiente. Cuando no un simple trago de la propia saliva; drogas o «somas» eludidos. Y esto es así porque así lo creen. Y lo creen porque es posible.
Sin embargo la situación actual es que el esquizofrénico se ha convertido en un «fármaco social», un canal que se toma sus pastillas y resuelve como una aspirina animada productora de serotonina los caprichos de la otredad, una articulación cultural, la expiación de los males, “su” supuesta salvedad a la «eudaimonía» social. Transforma el miedo o pánico en motivo o causa; unas veces, sonrientes y chistosos, esos otros, los demás, resuelven sus revanchas; otras, temerosos, se conciencian de sus propios problemas. Así que evocamos, nosotros los enfermos, la razón, se nos niega a nosotros mismos la misma cordura. Y a esto tomamos nuestros fármacos, a “nuestra salud”. Por esto que tomamos nuestros fármacos animamos la otredad. Somos “su” felicidad sin «somas» ni dobles ni convencionalismos ni representaciones.
“Mi sueño se ha hecho realidad”.
La experiencia es un grado cualitativo, que, ante la evaluación denotativa, no representa más que el fragmento constitutivo de una totalidad, que se estructura con este elemento global como dispensable en su capacidad connotativa. «Se deriva que aquí en el hospital se nos reconoce grupalmente por nuestra paupérrima afectación y la característica animosidad con la que nos enfrentamos a la inquina terapéutica». Experiencia, sabiduría y felicidad son una tríada de propiedades que se reafirman por sus antónimos. Estamos en una continua alerta, desvelados ante cualquier infortunio, denegando a la conclusión de afirmaciones. Constituimos una red de auxilio mutuo, tabaco y apoyo logístico, en lo que a la observancia y especulación médica confiere. En realidad, cada cual, es el diseñador de su propio designio. Tabaco es soma, y éste es como en la novela “Un mundo feliz” (de Aldous Huxley), y como lo fue para los arios, una panacea universal. La nicotina y el alquitrán pueden ser sustituibles por otras sustancias «más efectivas». De hecho, en la actualidad está prohibido fumar en casi todos los centros hospitalarios. Ahora se dispensan medicamentos sustitutivos. «Los ingresos sucesivos nos curten». Adquirimos un derecho poderosísimo que los demás enfermos respetan y asumen. Si además somos capaces de mantenernos invictos en nuestra compostura afectiva se nos considera maestros del gremio, héroes de la contienda. No obstante hay quien pierde la vida en el servicio. Los ingresos sucesivos no les curten sino que denigran paulatinamente al individuo. Esto es realmente a todos, pero hay quien logra imponerse. Y hay quien no se impone, quien se sobreviene a una debilidad última de carácter, quien en última instancia se doblega. La salud y la fortaleza física es una asignatura obligatoria que a todos nos remite. Se requiere coraje para afrontar el combate hospitalario, hasta la muerte, hasta la liberación.
Es usual encontrar enfermos y enfermeros con los que se está enemistado, y muy especialmente si se ha sido socialmente activo. Esto es así creo que para todos pues todos provenimos de algún modo de un conflicto de la vida pública, y aunque éste se redujera a la familiar, siempre trasciende. Hay pues que combatir, pero muy pacíficamente. En realidad estamos siendo sometidos a un juicio paralelo que la sociedad nos impone, e incluso nosotros mismos estamos juzgando esa misma causa como terceros. En nuestra defensa sólo anteponemos el miedo, el mismo pánico a tratar por los efectivos pertinentes, o sea, la inculpación de la culpa propia y sus manifestaciones huidizas. A pesar de que los hechos y las actitudes morales ante los mismos fuesen o no fuesen apropiadas. Empero no se juzga la integridad de la unidad conciencial del ser sino los mecanismos del pensamiento, no más que para los que en su debilidad se afectan de su propio self. Estos se someten así a un bucle elíptico de la irracionalidad manifiesta donde no se hace posible ya ni el juicio ni su liberación. No obstante, explicar esta esquizofrenia constituye la salvaguardia para la que todos los presentes se aplican. He aquí el problema. Implicarse en la «tragedia» implica admitir la esquizofrenia de la otredad como propia, expiar los males colectivos no más únicamente que como propios, como referentes insight transferenciales de los mismos. Nuestra esquizofrenia se desdibuja y se diluye proyectándose desde el inconsciente colectivo, que se manifiesta internándose a través del miedo y el pánico social que suscita por la inscripción a un medio recluido, entre «”sus” iguales» convenidos. Los esquizofrénicos somos conductos heroicos liberadores del mal que otros padecen hasta la inagotable posesión. El fin último consiste en conocer los mecanismos útiles de la esquizofrenia, así como observar las reacciones de ésta en diferentes medios o campos. No obstante, los débiles no acatan más que su propia esquizofrenia, no más que su propio mal. Pretenden no infectarse del cuerpo común, así como afrontar la sublimación de su propia enfermedad, a la que temen aún más que la intemperie colectiva. Sobrevivir consiste en afrontar la ausente imparcialidad con que se nos juzga. Enfermeros y enfermos establecen un criterio decisivo sobre nuestra mismidad personal. Nuestra defensa es someternos a la crítica emocional y racional, exponernos al peligro, al fracaso y al examen valorativo, con el objetivo siempre alertado de manifestar nuestra salubridad, nuestra heroicidad natural. «Regresar al hospital es crispante, no obstante requiere de toda atención y recato». La actitud no puede ser una rebeldía, en tanto que una resistencia exculpatoria tan sólo conlleva al confinamiento por juicio. No así deben exponerse nuestros pormenores, que deben comportar la aceptación de los hechos inclusive aunque no seamos conscientes de los mismos. Aceptar el juicio por el que se nos confina, y en última instancia, exponer nuestro criterio moral y nuestra razón a nuestras actitudes evaluadas es el enfrentamiento oportuno ante el egreso a la sala de los desastres. Si somos indóciles en la vida pública en tanto a una recíproca repulsión, no nos es dócil la vida reclusa en tanto a su maquiavélico maniqueísmo programador. Padecemos un mal moral, una enfermedad de la psique, esto es, del alma. Aún vamos descubriendo sus contenidos y sus aconteceres extraordinarios. El alma o la psique trasciende al órgano cerebral y éste trasciende a su propia fisiología. No así sin embargo el método o modo de estudiar el cuerpo humano lo hace diferente para los distintos sistemas de comprensión médica. O sea que no existe una unanimidad en cuanto a nuestra conformación biológica. Chacras, cuerpo etéreo, sistema límbico, cerebelo, pituitaria, ojo de Shiva, y otros, hacen del cuerpo humano una complejidad inacabada y multiforme sin convenio universal. Afrontar una enfermedad es conformar una actitud cultural ante el mal considerado. La esquizofrenia es un mal antonomástico que confina a los phármakos de la cultura en la concepción de la misma, o sea, es el mal en su expresión icónica ante la variedad cultural. Nadie puede negar la existencia de un resfriado, asimismo no se puede negar la esquizofrenia. Las enfermedades representan fuerzas adversas de la naturaleza que se encarnan según su tendencia y condicionamiento, sin embargo, la esquizofrenia, representa el mal humano mismo expreso en la cultura, esto es, el mal del hombre en sí mismo como fuerza adversa del propio hombre, un mal que se representa en su propia significación, el pathos. El modo en que se arrostre este mal o pathos está conformado y conformará a la propia cultura humana. No así el intercambio entre los diferentes sistemas médicos y terapéuticos no es muy fluido, pero no obstante su interacción proporciona una mayor clarividencia en los ignotos diagnósticos como una mayor precisión en los tratamientos.
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«Cuando los sueños se hacen realidad caen a la tierra como palomas muertas». Es por esto que mi sueño se ha hecho realidad. Superar la avalancha de ingresos continuados que me han absorto en la más profunda de las desgracias, me ha supuesto soltar muchos lastres y deseosas compañías que si no fuera por evitar el sufrimiento mortecino de la esquizofrenia no hubiera ni desistido ni desasistido por nada del mundo. Algunas asignaturas pendientes aún hierven en mi corazón unidas al desaforo que produce la ausencia de lo extirpado. Lo cierto es que el “aerostático ahora sobrevuela nuevamente los aires contaminados de mi existencia enferma, aquellos a los que no puedo renunciar más que con la muerte si acaso”. La realidad se aploma sobre mí y yo acato sin sopesarme sobre ella. Reconozco que he erigido un símbolo fundamental para mantenerme en las alturas deseadas; mi suicidio frustrado a la vía del tren del que salí ileso es una experiencia contingente que determina mi actitud. Ser un suicida para uno mismo y dejar de serlo para los demás no es fácil. La muerte como resolución de los conflictos aun en situaciones no límites es una opción volitiva consciente del ser vivo a adoptar como estrategia, a continuar con las situaciones dadas en fuga por confrontación. Más allá de las apreciaciones morales no siempre adversativas, el suicidio se implanta en el alma del hombre para trascender el mundo arrebatado, la realidad viviente sometida, y de este modo, configurar la esperanza de lo inaprehensible desde una ausencia transferente. La negativa a la existencia se imprime en la conciencia de tal modo que lo que se manifiesta es un deseo de muerte que va más allá de su expresión natural y cultural, un deseo de muerte formal que «no niega la vida». La consumación del deseo de muerte o suicidio es un trastorno previsible y evitable. El hecho por el que la voluntad consciente determine la exigencia de la muerte en un ser humano no implica que dicho ser humano no pueda ejercer o esté en condiciones de ejercer su voluntad consciente y su criterio. No así el deseo de muerte en condiciones normales no puede consumarse sin la activación eximente de un instinto tanático. En el hombre no es así nunca posible sin la decisión volitiva en tanto a la arbitrariedad casual que siempre acompaña al fenómeno. No así su inmolación tan sólo es posible en los entresijos justificados de la cultura. Los animales que practican el suicidio se refieren a comportamientos emocionales instintivos conscientes que determinan una actitud biosocial. Es el suicidio o el asesinato una expresión de la violencia colectiva contenida en atención a la experiencia del sujeto ejecutor. La asimilación y la invocación de los sentimientos y los pensamientos así como la aceptación o inaceptación propia sobre los hechos vivenciales detona la conducta violenta que en la mayoría de los esquizofrénicos cuando se manifiesta es autorreferente, o sea, suicida. Y esto es así porque existe en este padecer una fuerte inclinación a la autocrítica, a la autosuficiencia, e inclusive a la concienciación insight del padecimiento del mal, siempre por acotar en su miocidad.
El esquizofrénico es consciente de que es esquizofrénico. Los iconos que representa en el imaginario de la cultura, la aberración conductual, psicopática y asesina del “enfermo mental” tan sólo constituyen los miedos sociales supletorios de las actitudes reprimidas del resto del colectivo global. Como consecuencia se deriva esta agresividad refractada y reconducida a la estigmatización de los esquizofrénicos. Sin embargo, el esquizofrénico, cuando se suicida o asesina, lo hace por «instinto de vida», esto es, por defensa de su integridad, que en su paranoia, su percepción de la realidad, aquella que le han invocado en la cultura, entre el miedo y el pánico, considera necesario inclusive a veces hasta para la salvedad de sus propias víctimas y o su mismidad. Esta aberración de la violencia, por ende, no es una consecuencia producida ni por el asesino ni por el esquizofrénico, sino más bien una respuesta social que se acomete por desaforo de autoinculpación referente a las prescripciones suscritas por la cultura y su escatología detrítica. El ejercicio legítimo de la violencia corresponde en su caso al estado o a los órganos de poder. El individuo se manifiesta según unos límites de acción preestablecidos, socializados, que no exceden de lo estipulado por la cultura y la sociedad civil. Realmente no decidimos por nosotros mismos, sino que decidimos según la cultura nos impone lo que seamos para decidir. Tan sólo somos la mano ejecutora de un deseo ajeno, un deseo de la sociedad y la cultura que se ejecuta a través de nuestro rol. Nuestros actos están filtrados por el inconsciente colectivo y la voluntad social, y he aquí que actuamos según esta directriz, como actores en acción más o menos virtuosos. No somos los responsables directos de nuestras hazañas gloriosas o de nuestros crímenes aterradores. Somos los actores que cumplen con la interpretación del guion. Y así, siempre y cuando nos lo dicten, no actuaremos con la libertad que nos supondría partícipes sin mixtificaciones en una «dramaturgia de conjunto», en un sistema libre que no nos exija la regencia de nuestra personalidad social creadora. Sorprenderíamos los esquizofrénicos.
Pero, ¿quién pudiera negar que las autoridades “aerostáticas” sopesen el diseño y construcción de un nuevo artilugio a cumplimentar?
Lo cierto es que aquí, cada uno, habrá de realizar su papel…
El sistema hospitalario es represivo con el enfermo. Al punto, en que se logra que una mujer o un hombre aterrado, se comporte como un delincuente. Por principio, un individuo en el padecimiento del mal dista de un individuo ejecutor del mismo. Los sentimientos y el miedo que afloran en un enfermo mental o un esquizofrénico son fácilmente conductibles a la consecución de un individuo social y cooperativo. Sin embargo, no se invita con los métodos y medios al uso, la provocación de una conducta social estable, que repercuta no tan sólo en la vida pública del enfermo, sino en su propia autoestima. El rechazo que sobreviene inclusive por el mismo sistema de atención médica, las repulsas y menosprecios, convienen a enmarañar al sujeto afectado, en un mar de dolor y sufrimiento, que se expresa en ocasiones, con actitudes un tanto agresivas y violentas, así sobre su propia personalidad. Considero, que siempre existen recursos para atender e insinuar a los pacientes las formas aptas de comportamiento, el reconocimiento de sus males, sin remilgos ni vacilaciones. La cultura establece la partición por la que la ciencia debe ejercer y ejecutar su papel en el entramado de la esquizofrenia. Más allá de los aspectos clínicos, el conjunto de profesionales de la ciencia médica psiquiátrica se sobreviene a dirimir esta actuación aplicando sobremanera el ejercicio ético-moral sin recabar intransigentemente en la atención que del mismo requiere el enfermo. El paciente psiquiátrico sufre el desprecio de una sociedad manipulada, y como tal, sobre la institución partícipe del entramado clínico. No existe verdaderamente una política de reinserción, en tanto que cientos de miles de afectados no disfrutan de una atención motivadora que les impulse a reaccionar en sus vidas como personas productivas y efectivas, social y culturalmente. Los esquizofrénicos no somos como somos sin la determinación social que nos relega a ser y comportarnos como los esquizofrénicos que la sociedad y los secuaces de la cultura desean. Ningún esquizofrénico, ni siquiera tras sufrir en nuestro primer brote psicótico la más de las delirantes paranoias, es independiente al ambiente adverso y a la conducta hostil que como circunstancias le rodean. Es así que el Yo se afecta de las circunstancias porque estas circunstancias están enfermas, y desde este aspecto, el individuo no se completa más que renegando de las mismas, esto es, adquiriendo una esquizofrenia que se revela y rebela ante sí misma. La paciencia y la espera se conforman virtudes psicóticas que se exceden ante el brote del mal.
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La autarquía y la autosuficiencia son aspiraciones que todo individuo desea alcanzar en su sociedad y a las que llama independencia o solvencia propia. Este estado se mixtifica como utopías que promete nuestro sistema pero que se obtienen por similitud a la representación mental y cultural de los mitogramas proporcionados a través de las humanísticas eupsíquicas. Una auténtica autosuficiencia o autarquía no es comparable ni compatible con la conciencia de muerte que obnubila al individuo de la cultura y civilización contemporánea. El concepto de muerte en la civilización actual establece una competencia capital hacia un paraíso imaginario, mítico. A través de la transferencia ideológica se promueve la conceptualización simbólica y racional de esta recompensa. Estas representaciones humanas y mágicas, racionales y divinas, con que la civilización insta a sus gregarios, constituye un auténtico rapto por el que el libre albedrío y su idea, como concepto multiversal de paraíso interrelacional in praxis, queda desvelado, sometido, a la materialización de una acción social estratificada y categórica por el afecto de una estructura autoritaria, reaccionaria, ideológica y conceptual, que impondría su «orden perfecto». Si la sociedad se advoca a esta estabilización transicional y funcional de la cultura no sin antes afianzar, no los conceptos, sino las instituciones de los cuerpos componentes de esta civilización en atención a establecer el cambio propio de la cultura y las culturas a la liberación de su propia derogación, no se va a producir este cambio per se en requerida atención sólo a la contrariedad de los registros históricos y volitivos de la naturaleza humana que requerirán de su renuncia inmanente y de la exposición de los criterios decisorios de los individuos ante una mixtificación dramática que les denuncia.
El esquizofrénico es un iluminado delirante y febril que como un caracol se arrastra con sus propios males a cuestas sin proyectarlos sobre terceros. Dentro de cada esquizofrénico hay un hombre virtuoso reprimido. La vida interior de un esquizofrénico es realmente fastuosa. El esquizofrénico disfruta de ser en un mundo propio la víctima injusta de un mundo loco y enfermo. En su interior es lo que no ha llegado a ser más que lo que pudiera ser en una realidad descalabrada. Este reconocimiento apreciativo no exime la capacidad de asentir ante los motivos y motivaciones de la otredad, ante una realidad instituida y conformada. El esquizofrénico convive en esta realidad con el alma en fuga. Su mente se sitúa en un nivel ultraterrenal. Sus percepciones sensoriales les transfieren a dimensiones ignoradas. Infiernos y paraísos son estaciones permanentes, obligadas. El esquizofrénico sufre el mal pero él no es el mal en sí. El esquizofrénico no dialoga, manifiesta su soliloquio interrumpido. Su inventiva recoge la ironía que envidia el poeta, y en ocasiones, lacónico y taxativo, sorprende o hace emerger la risa más efusiva. Otras, el esquizofrénico, hace de otra cosa para sorprender a sus espectadores, y así, con plástica habilidad, desarrolla sus juegos de actor. Inclusive el mutis pudiera prolongarse por la escena. La esquizofrenia es caleidoscópica. Y en esa contingencia se expresa el esquizofrénico. Es el individuo autoritario y enfermo, sin embargo, el «hombre común civilizado», quien pretende determinar esa visión sojuzgando las componendas del caleidoscopio, quien quiere ejecutar la perfección imposible de la múltiple variabilidad de los cristales, quien sopesa cuando algo está bien o mal a su propia condición. Este hombre mental es el hombre «sabio» que comienza a declinar afortunadamente con el nuevo sol.
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Regresar a la cotidianeidad tras años de cautiverio exige pérdidas irreparables. Asimismo, la política forense ha determinado que en mi caso se debe imponer un régimen de curatela que el juez ha estimado conveniente. Después de quince años de ingresos, se llega a esta conclusión. Esta vigilancia, un tanto inoportuna, surgente a la sucesión de prejuicios connotados, me permite, entre otras cosas, estabilizarme social y jurídicamente. Ahora, el curador, vela por mi integridad física, emocional y administrativa. Ignoro el alcance de la cuestión, pero mientras el curador disponga, yo seguiré proponiendo mi esquizofrenia con mi actitud coadyuvante. Esta situación delimitante es muy común entre enfermos afectados, si bien siempre se puede recurrir pues no es una sentencia irrevocable. Se supone que todo enfermo puede recuperar sus capacidades, mientras no se demuestre lo contrario. Sin embargo los expertos aseguran que se hace imposible la sanación. No obstante, el hecho de suplir los ingresos por nuevos requisitos que no perturben la consecución y la realización de mis propios objetivos e intereses sociales, requisitos tales como asistencias a centros de día y grupos de terapia, y el seguimiento del curador sobre mis actividades personales, me suponen una inyección de libertad que aprecio más que un sediento el agua. Participar de la fiabilidad de estos métodos no es algo universal, sin embargo aún nadie ha parecido convencer de mejores planteamientos. En mi humilde expresión aporto con este diario bastante material para su revisión y reevaluación. El logro de una sociedad libre y justa no puede condonarse por la implantación progresiva de normas y leyes más o menos pertinentes que se adosan por formulismos acumulativos. La libertad como concepto practicable exige aún más concentración e influencia sobre nuestra sociedad y sus instituciones. Entre otras aquí el inconformismo es legítimo. E incluso se revierte a favor de la lubricación del sistema. Cierto es que nadie puede esperar de sí el todo en los demás. Ninguna institución debe fomentar el poderío egoico de los ciudadanos y su influencia entre sus componentes, así como no puede esperar a que la ciudadanía al unísono aplauda sus ejercicios en el acato por autoridad. La libertad empieza allí donde el poder se decanta a su favor, a favor de la libertad. No soy por esto un resentido. Admito mi situación legal, de algún modo ésta conforma un bucle con mi pensamiento y mi enfermedad, que en la actualidad, considero. Sólo soy un ciudadano en el ejercicio de sus libertades.
25. MORIRSE ES UN ALIVIO.
Podemos encontrar placer en la ducha matinal cuando no hemos asociado el tacto del torrente de agua al dolor. Cuando no es así la sensación de resurgimiento y nueva encarnación se apodera de nuestros sentidos. Estamos preparados para combatir una nueva jornada sin los lastres innecesarios de las anteriores. Así el solo hecho de dormir nos renueva la conciencia día tras día, si no estamos afectados por una obsesión. Por esto mismo la muerte asimismo se consagra como una limitación que nos constituye dentro de los dominios de la humanidad. La mejor compañera de la humanidad constituida es la muerte. Sin ella el ser humano se vería «loco». La muerte actúa con estrecha relación a la naturaleza, y se muestra en la cultura como manifestación cultual de convergencia en tanto que como fuerza sobrenatural se convencionaliza o se le rinde culto colectivo. Cuando la muerte se nos muestra como el elemento intrínseco no objetivable de la existencia, el ser humano se conviene a su idiosincrasia natural. Somos lo que somos debido a las limitaciones impuestas por la natura y nuestra cultura. La muerte y la inteligencia son los factores que determinan nuestra constitución. A través de la inteligencia procesamos todo cuanto observamos en el medio. No así la muerte en la cultura se torna insuperable, ésta es sólo maleable por dioses y héroes míticos. El hombre transforma y adapta a su compostura cuanto se le enfronta. No sin embargo, los límites o fuerzas sobrenaturales se manifiestan siempre ante cualquier avatar. La muerte es la única fuerza sobrenatural que constituye determinantemente al hombre y la cultura. Superar la muerte significa alcanzar un concepto integral que unifique el mal y el bien, y que trascienda más allá de las preconcepciones morales de las culturas, más allá de los límites de la civilización. La muerte es una realidad existencial, en tanto que ahora la conocemos o interpretamos. Su capacidad de multiplicidad conceptual y su mutación o reintegración en el ciclo natural la sitúa como el elemento o fuerza sobrenatural superior que rige a toda cultura y sus individuos. La revelación maleable de este misterio confrontaría un cambio determinante de la inteligencia y consecuencias culturales. El hombre, en el dominio de esta fuerza sobrenatural, cognoscente de estos ocultos, se habría superado más allá de los límites de una humanidad conocida.
El dolor es una sensación que trasciende al sentimiento. Es el sufrimiento su vinculación emocional. La muerte exige su inmanencia. A ésta se le adscribe el grado de liberación de la existencia, y por consiguiente, se le supone necesaria y conclusiva de la «tragoedia dionisíaca» a la que el hombre se enfrenta. Así de este modo, la muerte, se celebra en la cultura aunque se le niegue como adversaria. Esta paradoja se resuelve en tanto que la existencia humana maneja por un lado el deseo de inmortalidad y por otro la necesidad de sucesión. Es aquí que lo necesario y lo que se desea se confrontan constitutivamente. No satisfecha la consecución de la inmortalidad, se observa la necesidad de sucesión como sustituto de una inmortalidad colectiva. En este sentido, el hombre alcanza el equilibrio de sus presupuestos. La cultura logra adquirir colectivamente una continuidad que sopesa el deseo de inmortalidad. No obstante, la humanidad es frágil. Puede extinguirse si se ocasionan las circunstancias óptimas. Las culturas y específicamente las civilizaciones velan por las soluciones a este cumplimiento en atención a su necesidad de sucesión. En la actualidad, con la era atómica, estamos expuestos a la desintegración global. Nunca ha estado el hombre tan cerca de la hecatombe y la extinción. Las consecuencias de un conflicto atómico serían devastadoras aún incluso para sus victoriosos sobrevivientes. Esta circunstancia afecta directamente a los individuos. Los miedos se desatan de un modo pandémico. Las afecciones indirectas se reproducen como virus. La esquizofrenia aflora como repulsa a una cultura suicida e intransigente. El individuo se rebela como miembro de una sociedad hostil. El «hombre libre» se niega a pertenecer a un colectivo totalitario y absolutista, demarcado por su ineficacia y su improductividad en la coexistencia sociocultural. La libertad queda secuestrada en sí misma como una utilidad de dominio mercantil. Absolutamente determinada, se establece el marco de acción admisible y necesario a la contienda. La integración utilitaria de las ideologías en el sistema conforma el establecimiento de la regencia de la civilización como poder unívoco. La guerra bacteriológica, y otras muchas armas descomunales, sitúan al ser humano en el uso bélico y destructor desde la manipulación de las enfermedades, y otras adversidades tales como movimientos sísmicos o maremotos provocados por la tecnología avanzada, al igual que si se conjuraran a brujos maléficos de tribus ancestrales aun con la eficacia de la precisión científica. Su efectividad es inmediata. El hombre común se adolece de este dominio intolerante en el que la civilización occidental impone su criterio de organización cultural al orbe. El hombre libre se desata en el sufrimiento por una revolución que reorganice este estado de las cosas. La esperanza de una cultura plural más allá de las imposiciones morales o etológicas, y la presentización de un orden consciente son los objetivos políticos que afectan a los individuos en los subterfugios de su contraída esquizofrenia u otras enfermedades mentales. Estas se reproducen por aferencia contingente.
Cierto es que el esquizofrénico puede defender los postulados de la civilización, sin embargo esto no es más que un enmascaramiento estratégico de su posicionamiento contratransferencial. Esta mezcolanza que se produce en todo esquizofrénico de ironía y miedo en sus afectos se manifiesta en la paranoia que padece. Es la paranoia en alguno de sus términos expresión de la adversidad en sí misma. El esquizofrénico suele conocer lo que aduce en términos simbólicos. Esta adversidad se manifiesta siempre como un «fantasma artificioso» que se rinde en la ocultación de sus tormentos. En ocasiones el esquizofrénico decide dramatizar sobre su realidad circunstancial. Esta deconstrucción sobre la realidad se produce a los efectos de la consecución de unos objetivos inmediatos predeterminados. El individuo esquizofrénico no está políticamente constituido de un modo institucional, sino en su sola advocación y provocación renunciante. La necesidad de supervivencia, especialmente sobre el individuo marginal, exige siempre de algún modo una aplicación de presupuestos formales sociopolíticos que en el sujeto esquizofrénico exceden a la intención egoica de su mismidad. Es así en la práctica el ejercicio de una anarquía informal no instructiva ni fundamentada. El anarquismo y el autogobierno del anarquista en su sistema ofrecen y exigen del individuo la coparticipación sobre la expiación anulatoria de la esquizofrenia o el mal que se padece en la sociedad y la cultura. El fascismo es una deliberación selectiva en el estado del capital cuyo curso de perfección insta a la superación del mal sobre la estructura cultural en confluencia a sus individuos adeptos. Es así que desde esta observación no constituyen sólo una ideología sino que impregnan y propagan una función presunta pedagógica o terapéutica de conjunto. No así la esquizofrenia se domina en la expiación colectiva sobre la manumisión del individuo ante el individuo mismo y su cultura. La integración formal del esquizofrénico sobre la extinción de la esquizofrenia propaga la detección de ésta. Asimismo el fascismo como ideología continente de la esquizofrenia en la cultura por su posición suscrita y adscrita a la misma sin mediaciones formales no se converge a su límite de actuación en tanto a su afección presente. No obstante, en su superación, no converge ya al fascismo, sino a su renovación. Cierto es que desde este punto de vista se extrapola que el esquizofrénico se realiza en estos mismos términos redefinidos. No obstante, la autosuficiencia del esquizofrénico y el autogobierno del anarquista colindan en la diferencia constitutiva de llegar a ser ciudadanos de una civilización superior estable, aunque de un modo suscrito o crítico al sistema, protagónicos o antagónicos, en cuanto a su estructura. Existe un lema que corre entre los pasillos de los hospitales donde asisten a los esquizofrénicos: «Cuando los locos seamos más, los locos serán ellos.» Tanto la teatralidad convencional como la muerte inmanente de la cultura se rechazan en el esquizofrénico que adoptará una actitud crítica por la mixtificación de la institucionalización de estas fuerzas o formas constituyentes. Así, la anarquía, también se conforma necesariamente como un sistema abierto a la negación de esta teatralidad y este concepto de muerte abstracto al servicio de la expresión de la individualidad social. Es por tanto que se complementan en su insumisión, no así a la fascinante advocación de ostentar el poder.
El miedo es el criterio de la naturaleza bruta. Los animales no se conmueven en su medio por su inteligencia sino por el miedo que sufren alertados por sus instintos de supervivencia. No así el ser humano usa de criterio moral para discernir. El hombre puede inclusive inferir sobre los preceptos de su misma moral. El hombre piensa, y aun llegando a ser esquizofrénico se constituye moralmente como individuo humano. Es la conciencia expresión unánime sobre la cual las afecciones de la mente obtienen su antídoto universal. En todo caso es el miedo el motor de la existencia en toda naturaleza biológica. Puede provocar la conducta e incluso determinar el razonamiento. La muerte es rehusada por todos los seres vivos no por principio sino como consecuencia. Es para todos una necesidad de la que acopian, que incluso en ocasiones los lleva al propio suicidio. La naturaleza bruta es un ciclo de supervivencia y muerte más que de vida entendida desde supuestos más culturales que desde una índole estrictamente existencial. Para los animales la muerte es incognoscible e inmanente. El ser humano en la cultura la conoce o la reconoce según su criterio axiológico. El esquizofrénico reivindica la muerte sin aditivos morales, absolutamente natural, brutal. Solicita que la cultura proponga un concepto de muerte libre de abstractos y sin dramatizaciones convencionales. Considera que la muerte es un alivio que se manifiesta en la naturaleza a la cual se debe emular y recurrir en la cultura. La muerte debe liberarse de todo postulado mitográfico, y entregarse a la brutal expresión de su propia esencia natural, inclusive sin panteísmos adscritos. O sea, la liberación estricta del ciclo de toda vida o existencia manifiesta y su consecuente extinción del sufrimiento y el dolor impuesto. Para el esquizofrénico, esta liberación consiste en su transmutación, en su oposición radical. Entendida como fin aporta el cese del dolor y el sufrimiento existencial en tanto a lo existencial, y como principio, pudiera apuntar la esperanza de una nueva realidad vacua sin conflictos ni formales ni culturales; un nuevo ser otro ser hasta llegar a no ser ni lo que no se desea, y así la locura. El instinto de vida por el que todo individuo desea prevalecer se torna suicida en el momento en que se «renuncia» a la realidad humana, esa felicidad que extirpa inclusive la natural humanidad.
Cuando el hombre se desdibuja y desatiende su entramado sociocultural, cuando la «tragoedia dionisíaca» expone sus hechos y fundamenta la realidad escénica en atención a absurdos inoperantes, el ser humano se frustra al límite de la desesperación. Es el suicidio una filosofía recurrente, una opción racional en el pensamiento; el suicidismo. Se puede odiar al suicida como se odia al comunista o al judío. El suicidio no es una enfermedad ni una depravación. Al igual que la esquizofrenia responde a designaciones de forma transgredidas de la razón y el pensamiento. Así como se elige una filosofía, así se elige el suicidio. La volición del suicida es consecuencia de un proceso mental determinado en el proceder individual de la cultura y su nous. La especialización y personalización del reparto de funciones ideáticas se propician desde la ejecución social del cuerpo biótico cultural, que establece la designación individual de las ideas. El hombre suicida no es más responsable de sí que pudiera serlo el hombre filantrópico. Ambos responden a una actitud impostada que la cultura ha determinado más allá de sus propias exigencias y limitaciones. La implicación del individuo en la construcción y constitución de la cultura está en relación con la determinación que la cultura establece sobre sí mismo. La cultura se salvaguarda en la imposición de su criterio a cada individuo, y éste actúa en el establecimiento de su pensamiento comprometido en la cultura. Este compromiso se realiza a través de un guion o pautas cuyos determinantes quedan expuestos por la constitución cultural de categoría y clase estatutaria. El hombre libre se exime en la continuidad de los supuestos reincidentes. Su voluntad, aunque inscrita en el cuerpo cultural, exige la derogación de criterios dominantes activos contra la implantación de renovaciones creativas en el criterio. Estas nuevas voliciones o evoluciones se redefinen en la nueva y misma cultura hacia la civilización consecuente. El cuerpo biótico cultural se manifiesta referente a sus órganos constitutivos preferente con los colectivos dominantes, que sustentan la estructura de dominio del conjunto, a la instancia de la creación y recreación de las normas de acción a la transgresión de los colectivos marginales.
Así la reversión sobre esta estructura se proclama fundamentalmente a través de los sujetos daimon, que establecen nuevos criterios noéticos de conducta grupal necesaria de supervivencia a modo de contratransferencia subsidiaria. Los «actos dramáticos» de expresión de las paranoias de los esquizofrénicos se conforman como reguladores del deseo y la frustración globales. Expresan el criterio prohibido. El daimon categorizado en la cultura del pensamiento formal, binario, suscita una artificiosidad susceptible de transformación natural de la cultura. El esquizofrénico como daimon es un individuo que se realiza como phármakos, y éste regula y expone a través de sus trances expiatorios o paranoias cuanto le concierne en “su” cultura. Esta queda determinada por el dedrakós que impera sobre la clase funcional concreta, dominante o marginal, que establece el criterio y el orden moral en el que se ejerce y ejecuta el nous al respecto del acto sobre el colectivo cultural y humano, y que manifiesta el concepto de deseo y necesidad del conjunto. Esta ostentación se regula desde la crítica y el criterio del daimon o phármakos. Su sumisión no consiste más que en la expresión heroica e intransigente del sacro iluminado. Ahora bien, el suicidio esquizogénico cuando aparece en escena no se puede considerar ni desdeñable ni despreciable. Esta acción acomete directamente no sólo a consideraciones egoicas, sino que arremete a la otredad, en tanto que afecta a la estancia operativa donde se desenvuelve el individuo. La supresión de la presentización física de un individuo en el plano material implica un cambio de órdenes en la estructuración de la sociedad y la cultura, aún más cuando se produce como voluntad consciente individual, en tanto que la fracturación que produce en las circunstancias colectivas incide en las apreciaciones individuales ajenas. Esta desmoralización transfiere los cometidos inclusive prorrogables hasta su reorganización. Sin embargo asimismo exime del sufrimiento y el dolor innecesario, en tanto que se padece la inoperancia de la exclusión del cumplimiento de los objetivos íntimos del suicida por su inmolación. En este caso, puede asimilarse al afecto trágico de la eutanasia. Y como tal se nos manifiesta.
Es el canibalismo la más brutal expresión sacrificial. La comunión social a través de la ingestión de la carne de la víctima o daimon proporciona al dedrakós la imposición noética necesaria para la cohesión cultural. Más allá del miedo que impera sobre este orden de poderes sadomasoquista, el pánico fluye como común denominador en la naturaleza humana componiendo el mal o adversidad que refleja e invoca para dominar. Así el acto sacrificial humano se torna con un significado autorreferente, autocrítico, en tanto que persigue los dominios de las fuerzas sobrenaturales y específicamente al propio hombre como tal. La muerte se constituye como una fuerza sobrenatural que se administra en función de la potestad de los individuos o sujetos dedrakós que infieren sobre ella. Estos constituyen el referente sobre el que actuar para sobrevivir en el recién instituido convenio. Es la atadura y la sumisión. La muerte se ofrece con el cariz de una naturaleza inscrita en una naturaleza humana primaria. Así la cultura proporciona protección al individuo que en tanto constituido como thíasos desarrolla cualidades de interés y transigencia. Se conforma como una «tragoedia dionisíaca» puesto que cada uno de sus miembros se realiza en sus limitaciones operantes de dobles. Su arbitrariedad en la acción dramática sólo es manifiesta en tanto que los daimon o phármakos confluyen e influyen en redefiniciones noéticas que se aplican a la conformación cultural. El pánico puede considerarse como el miedo del alma humana. Es en la percepción del mal cuando éste se presenta. La atención recurre al pánico cuando ante la superación de estadios de conciencia o la manifestación extrasensorial el individuo reniega de su propia volición y su función significativa en la cultura. Aquí se conforma la esquizofrenia como expresión de la renuncia a la clarividencia mental. El médium conecta con otras realidades que al esquizofrénico no le son ajenas, pero como percepciones pánicas. De esto que el esquizofrénico renuncia a la manifestación racional de estas percepciones por un principio de no cooperación, en tanto que no desea aportar contenido en la cultura sino transmutar su estructuración en el nombre de «otra cultura, otra esquizofrenia». Así el pánico que provoca la presentización de las paranoias es únicamente constitutivo en cuanto a su índole expiatoria. No obstante, más allá de la provocación de su materia, la paranoia, como género creativo, es la expresión mediúmnica de las voces concurrentes en el esquizofrénico. El canibalismo es la manifestación primaria de la necesidad humana por sacrificar en la obtención de la satisfacción de lo sacrificado. La simbolización del sacrificio remite a la expresión de los deseos a satisfacer. El canibalismo antropofágico a través de la ritualización del pánico colectivo, a la extinción, reconsidera la necesidad de extraer sobre la protección de la cultura, al hieródulo del mal o fuerza sobrenatural adversa, representativos, en tanto en cuanto, al equilibrio de relaciones humanas y naturales, que se refleja en el esquizofrénico.
La conciencia absorbe cuanto se le presenta a la vez que se presentiza. El ego recurre a su propia reafirmación, y transfigura a la mente para acometer su egocidio, esto es, la superación del mismo. La esquizofrenia surge cuando en la mente el reflejo del ego se duplica en voluntades morales antagónicas. Cuando el ego inconsciente se manifiesta dirimido por el bien y el mal, y emplaza a actuar según el criterio del contencioso entre lo bueno y lo malo, sin menoscabar que se requiere aliviar la moral con la expresión de lo natural, lo necesario, cuando el individuo se obtura en la dicotomía “racionalista” maniquea de lo bueno y lo malo, sin cooperar, sin perpetrar en la acción más que resurgencias del conflicto que le anuda, aparece y reaparece, la esquizofrenia, como estado de la mente y el ego del sujeto, que absorbe la conciencia. Estas reproducciones del mal como perversidad o adversidad, en tanto que fluyen como convexidad de una oposición generada en las fuerzas sobrenaturales que se aplican a las relaciones humanas o en su explicación cultural en relación con los constituyentes de la misma, se subliman en la meditación. Estas metodologías proporcionan un entrenamiento exhaustivo sobre la mecánica de la conciencia. Su profundidad resulta tan significativa que reconstituye las anomalías que se concentran en los diferentes estadios de la conciencia permitiendo el reajuste de todas las funciones operantes de la misma. La meditación es una práctica biomística en tanto que atiende a la psicobiología y al espíritu. Es la gimnasia del «ser o no ser». Si en su proceso se observara la afección, debe considerarse que esta emanación del mal no es más que una muestra de la debilidad y extinción del mismo, en tanto que fluye como reflejo o proyección huidiza de los síntomas liberados con su práctica. No obstante, en casos crónicos especialmente, la supervisión médica se requiere prioritaria y necesaria, en tanto a la vigilancia superior magistral de guías e iniciados cualificados. Es el rei-ki la práctica alterterapéutica y oriental más extendida en el occidente actual que se acopla y se aplica a cualquiera de las formas de meditación asequibles. La sanación por imposición de manos es la característica singular del rei-ki, que se extiende al contacto con fuerzas o energías superiores para su transmisión y renovación. Esta práctica, unida a la meditación trascendental, proporciona el saneamiento de nuestra integridad. La conciencia obtiene así una oportunidad holística de reflexión y extinción de sus males y sus referidas esquizofrenias. Así el trastorno que ocasiona “muerte”.
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La muerte en el canibalismo es un acto sobrenatural de la voluntad de poderío que el individuo ejerce en nombre de su divinización desde la naturaleza bruta, animal, mutante y preservadora. El ser humano se conforma a sí mismo de un modo sobrenatural o mágico cuando reconoce su brutalidad y se colectiviza en la integración de su thíasos. Sin embargo, aun cuando no conoce o reconoce esta naturaleza sino que exclusivamente la padece, el hombre, es un lobo caníbal para sí. Este enemigo natural de su propia especie configurará los límites y las demarcaciones a regir en el intrincado contencioso de “su” existencia individual y social. El cristianismo romano en su culto ritual ofrece el sacramento de la comunión a sus feligreses. Esta es formalmente un acto de superación superlativamente máxima e insuperable del canibalismo. La mutación del cereal en cuerpo divino es un misterio consecuente, excepcional. El dios héroe es celebrado como liberador. La relación volitiva y evolutiva del cristianismo con las culturas antropofágicas caníbales actuales y ancestrales es considerablemente culminante, sobresaliente, antitética, insuperable. La cultura se inicia para el hombre como una liberación de su brutalidad animal ancestral. Asistido en sus inicios por su constitución natural, el hombre, como fuerza sobrenatural ante su propia mismidad, convalece de sí mismo como mal. La inteligencia proporciona la capacidad de dilucidación, en tanto que observar la naturaleza en el hombre mismo despierta la capacidad mental del juicio moral y el criterio. Estos surgen como manifestación noética que se muestra y desarrolla en atención al dominio y la convivencia con las fuerzas naturales y sobrenaturales y el propio ser humano. Es el mal el primer estadio detectado en esta controversia hombre – natura – hombre. Aquí, el pensamiento y su nous, por el que se dirime lo humano y lo divino, la natura y la cultura, crea y re-crea la esquizofrenia como expresión del conflicto pre-cultural del individuo en proceso de socialización. En términos cuantitativos, el mal es la aportación particular que se ofrece a la otredad. Es la muerte el fundamento del mal y la cultura, de tal modo que en el hombre subyace un deseo de inmortalidad que encuentra resultados inmediatos en la cultura por su facilitación de supervivencia y sucesión constelar. La muerte es la oposición que insufla al mal a manifestarse. En la esquizofrenia la muerte es una liberación, el alivio de los conflictos de la existencia. Aquí encuentra la esquizofrenia su grado natural y unívoco en la sociedad, pues el individuo común en la cultura o la civilización occidental considera asimismo la muerte una liberación, no sin antes determinarla igualmente indeseable por fundamento escatológico, pertinente a la completitud de la acción en la existencia. No así el mal y la esquizofrenia se presentan, a la razón, como antagónicos convergentes. Así la esquizofrenia se descompone en una refracción de males que se desintegran para su detección cultual y expiatoria.
Esto es así no sólo en el planisferio cultural sino en los procesos interiores del individuo. La superación o el alivio están en relación con la misma afección expiada. No así sus incontenibles reflejos son la imagen de una realidad que se distorsiona para exponerse. Empero se trasluce que el mal y la esquizofrenia conjugan formalmente los constituyentes del humanismo y la humanización.
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«Tratado hermenéutico desde una esquizofrenia por indexación»
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